La Escuela Oficial de Publicidad, al igual que El Instituto Nacional de Publicidad, tuvo su sede en Fuencarral 45. Siete promociones de publicitarios, la base de la publicidad moderna en España, pasaron por sus aulas.
A ellos, a sus profesores y a cuantos contribuyeron con su trabajo al gran cambio de nuestra profesión, va dedicado este artículo, escrito y publicado hace ya unos cuantos años.
He trabajado en agencias de publicidad durante más de treinta años. En este tiempo, he sido testigo y partícipe de la evolución técnica, profesional y social de la publicidad española, que ha pasado de ser una simpática desconocida a jugar un papel de cierta importancia en la sociedad actual.
O, por lo menos, a ser una actividad de moda y que goza de una apariencia atractiva, aunque, desde luego, continúe siendo igualmente desconocida por la gran mayoría de los que (ahora sí) se permiten emitir juicios categóricos sobre ella.
Este florecimiento desbordante de los últimos lustros, que ha contado con el decidido respaldo del mundo publicitario internacional, nos ha elevado hasta un peligroso nivel de autosuficiencia y egolatría colectivas (un poco perjudicadas, eso sí, hacia el cambio de milenio). Poco a poco, los publicitarios españoles de hoy casi hemos llegado a convencernos de que somos una bien dosificada amalgama de sutiles estrategas, raciales ejecutivos de naturaleza agresiva y, por supuesto, brillantes creativos de genio singular. No discuto que es posible que algunos lo sean (no tantos como lo aparentan y muchísimos menos de los que están íntimamente seguros de serlo), pero el verdadero riesgo de creérnoslo tanto es que nos vemos abocados a una desenfrenada carrera hacia el más difícil todavía, que nos puede confundir (de hecho, lo hace con frecuencia) de camino. Y, a veces, nos confunde tanto que o nos detenemos a reflexionar con el firme propósito de analizar nuestra fulgurante ascensión con un mínimo de modestia y sensatez, o alcanzaremos la gloria por la vía del surrealismo más agudo. Aunque bien es cierto, por otro lado, que estos últimos años de crisis han contribuido a bajarnos bastante los humos.
Fue en el examen de ingreso a la Escuela Oficial de Publicidad cuando sucedió.
El profesor responsable de conducir el ejercicio estaba de pie, en lo alto de un pequeño estrado, frente a un nutrido y variopinto grupo de aspirantes a alumnos de publicidad. Tal vez lo decidió tras una cuidada observación de quienes llenábamos a rebosar el aula del Instituto Nacional de Publicidad, aunque bien pudiera ser que su conducta fuera lógica consecuencia de sus muchos años de experiencia en la enseñanza o, simplemente, falta de confianza en la raza humana, arropada con buenas dosis de cinismo. Es igual, el caso es que se dirigió al colectivo de examinandos con voz segura y tono grave y monocorde:
–Buenas tardes. Soy el encargado de dirigir estas pruebas de ingreso. El examen va a ser muy sencillo, así que no se preocupen; pero les ruego que no dejen de rellenar sus datos personales con precisión y exactitud. Para que nadie tenga problemas, les explicaré cómo hacerlo con todo detalle, paso a paso. Por favor, presten su máxima atención a lo que les voy a decir.
Su audiencia guardó un escrupuloso silencio y todas las miradas se concentraron en él.
–Esto es el lápiz –dijo con solemnidad, mientras levantaba un lápiz normal y corriente a la altura de su cabeza–. Y esto es la mano –continuó, sin inmutarse, alzando su mano abierta.
En la sala se produjo un levísimo murmullo de expectación.
–Pues bien, el lápiz se coge con la mano –siguió, llevando a cabo la acción, a medida que ésta era descrita por sus palabras–. ¿Todo claro hasta aquí? ¿Alguna pregunta?
El murmullo se elevó de tono. Las sonrisas se generalizaron en los rostros de los presentes. Uno de los aspirantes levantó el brazo desde las últimas filas.
–¿Sí? –inquirió el examinador.
–Por favor, yo tengo una pregunta. ¿Hay que cogerlo con la mano derecha o con la izquierda?
Las risas fueron ya abiertas, no exentas de cierto nerviosismo por lo inusitado de la situación. Pero el profesor no movió un solo músculo de la cara y, en contra de lo que muchos esperaban, no solo no se enfadó, sino que dio la impresión de que apreciaba la pregunta.
–¡Ajá! He aquí una pregunta de interés. Mucha atención, por favor. Este es un detalle muy importante y no deben equivocarse.
Algunos se removieron, algo intranquilos, en sus asientos. Otros quedaron inmóviles, desconcertados por la parsimoniosa reacción del hierático examinador, quien prosiguió:
–El lápiz deberán cogerlo todos con la mano derecha. Eso sí, con excepción de aquellos de ustedes que sean zurdos, quienes habrán de cogerlo con la mano izquierda. ¿Lo han comprendido todos?
No creo necesario alargar el relato de cómo continuó el examen. Baste decir que aquel singular profesor (cuyo nombre nunca llegué a conocer) siguió desarrollando su técnica hasta el final; sin perder la compostura en ningún momento y consiguiendo mantener un excelente orden burocrático, tarea siempre compleja en ese tipo de convocatorias, multitudinarias y heterogéneas.
Durante mucho tiempo, yo le consideré un guasón recalcitrante, sin otro objetivo que el de tomar colectivamente el pelo a un montón de estudiantes bisoños. Ahora estoy convencido de que mi apreciación era de todo punto errónea: aquel individuo era un sabio. Un sabio que, con consciencia de ello o no, había llegado a la trascendental conclusión de que lo más seguro y económico es dirigirse siempre a los demás (y muy especialmente cuando “los demás” son un colectivo amplio y desconocido) con exagerada precisión y sin dar nada, nada en absoluto, por supuesto o sabido de antemano.
Desde que me he dado cuenta de ello, he seguido esta doctrina con fervor. Y puedo asegurar que nunca me ha fallado. El método es muy simple: hay que empezar siempre explicando que “esto es el lápiz”.