El blog de una casa muy especial... en el corazón de la calle más famosa de Madrid

martes, 20 de octubre de 2015

La fuente de la Fama


Que la fama es efímera, todos lo sabemos (aunque es cierto que hay quien lo olvida con frecuencia). Tal vez por eso Madrid no ha querido que esta magnífica fuente de Pedro Ribera haya permanecido inmóvil, a través de los siglos, en su emplazamiento original...

El caso es que la fuente, construida por mandato del rey Felipe V (pero pagada por el pueblo de Madrid), se inauguró en el año de 1732 en la plaza de Antón Martín. Allí estuvo una buena temporada, concretamente hasta 1879, fecha en la que fue desmontada y guardada en los almacenes de la Villa hasta su reconstrucción por Ángel García y José Loute, en 1909, para su traslado al paseo de Camoens, en el parque del Oeste, donde nos consta que ya estaba situada en 1913.

La fuente, que tuvo, además de su función ornamental, la de abastecimiento de agua para la villa de Madrid, es del más puro estilo churrigueresco, es decir, un barroco de recargada ornamentación en el que era un maestro Pedro Ribera, tan discutido en su tiempo como celebrado posteriormente, algo que no debe extrañar a nadie por ser casi consustancial con los movimientos artísticos aparecidos a lo largo de la historia de la humanidad.

Ribera la hizo, como fue habitual en muchos de sus trabajos, de granito, combinado con piedra de Colmenar en las esculturas.
Adornada por cuatro grandes delfines mitológicos (de  parecido lejano con los reales) y sendos niños portadores de conchas invertidas sobre sus cabezas, está coronada por una airosa escultura que representa una Fama alada de Juan Bautista, muy similar a la que, años más tarde, esculpiría el portugués Cayetano da Costa para presidir la portada principal de la antigua Fábrica de Tabacos de Sevilla. 
Cierto es, sin embargo, que la obra de Bautista es algo menos garbosa en su postura que la sevillana (lo que parece acorde, en cualquier caso, con la idiosincrasia de una y otra ciudad).


La Fama, obra de Juan Bautista

Pues bien, la fuente, tras una corta estancia en su segunda ubicación (hasta 1926), fue, de nuevo, desmontada y recolocada en una zona bien céntrica de Madrid. Precisamente, en la calle de Fuencarral, en la parte posterior del viejo Hospicio de San Fernando, en los desaparecidos jardines del Arquitecto Ribera de la plaza de Barceló, trabajo que fue encomendado a Luis Bellido quien, por aquel entonces, ostentaba el cargo de arquitecto municipal.
Pero durante la guerra civil española fue, otra vez, desmantelada para su protección, no volviendo a su emplazamiento junto a lo que entonces era Museo Municipal de Madrid hasta 1941.
No recuerdo bien cómo estaba situada la fuente en un espacio abierto que vivió épocas complicadas y no muy respetuosas con el patrimonio colectivo, pero hoy se encuentra recluida en un recinto vallado que ofrece una visibilidad limitada y es poco representativo para lo que merece. Eso sí, al menos, está intacta y a salvo de esos vandalismos descontrolados que, por desgracia, siguen siendo habituales en aquellas grandes ciudades en las que la ignorancia, y la barbarie dominan, en la práctica, sobre el respeto a la cultura.

La fuente, en su ubicación actual
Toda la plaza de Barceló está pendiente de remodelación, tras la puesta en marcha del nuevo edificio del mercado (sobre el que evito pronunciarme, de forma intencionada), por lo que habrá que esperar al resultado final y, lo que aún es más importante, a su conservación futura. Puede que una buena solución fuese permitir el acceso a este nuevo patio posterior, creado en el Museo de Historia de Madrid (a través, claro está, de su entrada principal y como parte de la visita a sus instalaciones) y, a ser posible, con la fuente en funcionamiento, ya que su estética y belleza quedan muy mermadas en ausencia del agua para cuyo disfrute público fue concebida. 
Tal vez, el momento oportuno para hacerlo sea cuando estén terminadas las obras de restauración de la capilla que, también, merece ser visitada.

En cualquier caso, parece sensato (aunque sea muy triste) dar prioridad a la seguridad de la fuente sobre la libertad de su observación desde una perspectiva más próxima y completa. 
Ojalá lleguemos a ver el día en el que madrileños y visitantes podamos acercarnos a ella, de nuevo, sin temer por la integridad de sus centenarias piedras.

viernes, 9 de octubre de 2015

Don Lucas Tapia y el señor Paco


Don Lucas Tapia era un excelente joyero. Sin duda alguna, el mejor oficial que Enrique Valentí, abuelo de Mala Estrella, tenía en su taller de la calle de Fuencarral.
Cierto es que sus brillantes cualidades como experto artesano de la difícil técnica de la alta joyería, se veían (solo en parte) compensadas por su afición al alcohol (que no mermaba, en absoluto, su precisión en el manejo de la segueta) y su poco académico lenguaje (virtud, en cualquier caso, innecesaria para que un orfebre alcance la categoría de artista).
De hecho, cuando la madre de Mala Estrella respondió a la pregunta de su hijo sobre si sabía quién era don Lucas Tapia, su contestación fue algo así como: "Sí, ese obrero que tenía tu padre en el taller que estaba siempre borracho y decía muchas palabrotas". Ninguna referencia a su indiscutible condición de maestro de la joyería. Y eso que ella le debió conocer en su última fase, pues, como hemos dicho al principio, ya era un gran oficial en tiempos del padre de su padre (es decir, del suegro de la madre de Mala Estrella).

Un banco antiguo de joyero

Pero claro, don Lucas Tapia también cometía errores, porque su trabajo era de una delicada precisión y todos sabemos que hasta el mejor joyero echa un borrón (el borrón, en estos casos, suele ser de oro o platino). Cada vez que don Lucas Tapia tenía un problema en la confección de una joya, echaba mano de un enorme palo que tenía junto a él, apoyado en la pared, y le atizaba en la cabeza al bueno del señor Paco (otro oficial del taller, de menor rango, que tenía la poca fortuna de que su puesto de trabajo estaba situado justo frente a su iracundo y veterano compañero). 

El señor Paco, como es lógico, protestaba (sin mucho entusiasmo, por si se llevaba otro palo en la cabeza) y mascullaba entre dientes (él creía que las decía en voz alta) cosas tales como: "Un día de estos me voy a hartar y...".
Pero el señor Paco nunca se hartó. Y don Lucas Tapia llegó a la jubilación sin dejar de apalear la sufrida cabeza de su colega (al que, como era de esperar, ningún oficial del taller aceptó cambiar el sitio) cada vez que algo le salía mal. Eso sí, lo hacía tras proferir horribles juramentos y soeces blasfemias, que salían de su boca sin que se le cayera el permanente cigarrillo consumido que mantenía en sus labios. Y decimos cigarrillo porque, aunque apenas quedaba en él tabaco sin quemar, la ceniza permanecía unida a los últimos milímetros intactos del pitillo amarillento, como si el papel con el que el propio don Lucas Tapia había liado el tabaco fuese incombustible, cual fina capa de amianto (engomada, eso sí, en uno de sus extremos). 

Tras estos dos balcones (hoy casi irreconocibles) estuvo el taller

Son innumerables las anécdotas protagonizadas por el inefable don Lucas Tapia en el taller de Enrique Valentí (como la de su 'desaparición', en plena marcha, de la moto con sidecar de su patrón o su fulminante desmayo ante la supuesta 'explosión' del mechero de alcohol con el que estaba pegando una perla), pero estas y otras divertidas historias será mejor dejarlas para futuras ocasiones, porque si hoy hemos recordado aquí al insigne oficial de Fuencarral 39 es, única y exclusivamente, por su manía de dar palos en la cabeza al señor Paco.

Y es que siempre es bueno tener a mano un señor Paco al que echar la culpa de nuestros errores, de nuestras equivocaciones... de nuestras faltas.
Los palos pueden ser de diversa magnitud y naturaleza, pero siempre deben mantenerse a una distancia muy accesible y ser lo suficientemente largos como para llegar, con comodidad, hasta la cabeza del señor Paco de turno, cuya ubicación debe conocerse de antemano (y con precisión) para poder asestar el golpe sin levantar la mirada de la joya (es un decir) que se tenga entre manos y, por supuesto, manteniendo en perfecto equilibrio el depauperado cilindrín (es otro decir) que pueda estar, circunstancialmente, en la boca de quien apalea a su señor Paco particular.


La fórmula a enunciar es muy sencilla. Basta con decir (en tono airado, como hacía don Lucas Tapia) algo así como: "¡Vaya, ya se me ha estropeado la (colóquese aquí la descripción de cualquier contrariedad)! ¡Usted ha tenido la culpa, señor Paco! ¡Tome!".


Y entonces, sin embarazo, se le atiza un estacazo, se le mata (vale en sentido figurado), y a otra cosa. Así es la vida.