Don Lucas Tapia era un excelente joyero. Sin duda alguna, el mejor oficial que Enrique Valentí, abuelo de Mala Estrella, tenía en su taller de la calle de Fuencarral.
Cierto es que sus brillantes cualidades como experto artesano de la difícil técnica de la alta joyería, se veían (solo en parte) compensadas por su afición al alcohol (que no mermaba, en absoluto, su precisión en el manejo de la segueta) y su poco académico lenguaje (virtud, en cualquier caso, innecesaria para que un orfebre alcance la categoría de artista).
De hecho, cuando la madre de Mala Estrella respondió a la pregunta de su hijo sobre si sabía quién era don Lucas Tapia, su contestación fue algo así como: "Sí, ese obrero que tenía tu padre en el taller que estaba siempre borracho y decía muchas palabrotas". Ninguna referencia a su indiscutible condición de maestro de la joyería. Y eso que ella le debió conocer en su última fase, pues, como hemos dicho al principio, ya era un gran oficial en tiempos del padre de su padre (es decir, del suegro de la madre de Mala Estrella).
Un banco antiguo de joyero |
Pero claro, don Lucas Tapia también cometía errores, porque su trabajo era de una delicada precisión y todos sabemos que hasta el mejor joyero echa un borrón (el borrón, en estos casos, suele ser de oro o platino). Cada vez que don Lucas Tapia tenía un problema en la confección de una joya, echaba mano de un enorme palo que tenía junto a él, apoyado en la pared, y le atizaba en la cabeza al bueno del señor Paco (otro oficial del taller, de menor rango, que tenía la poca fortuna de que su puesto de trabajo estaba situado justo frente a su iracundo y veterano compañero).
El señor Paco, como es lógico, protestaba (sin mucho entusiasmo, por si se llevaba otro palo en la cabeza) y mascullaba entre dientes (él creía que las decía en voz alta) cosas tales como: "Un día de estos me voy a hartar y...".
Pero el señor Paco nunca se hartó. Y don Lucas Tapia llegó a la jubilación sin dejar de apalear la sufrida cabeza de su colega (al que, como era de esperar, ningún oficial del taller aceptó cambiar el sitio) cada vez que algo le salía mal. Eso sí, lo hacía tras proferir horribles juramentos y soeces blasfemias, que salían de su boca sin que se le cayera el permanente cigarrillo consumido que mantenía en sus labios. Y decimos cigarrillo porque, aunque apenas quedaba en él tabaco sin quemar, la ceniza permanecía unida a los últimos milímetros intactos del pitillo amarillento, como si el papel con el que el propio don Lucas Tapia había liado el tabaco fuese incombustible, cual fina capa de amianto (engomada, eso sí, en uno de sus extremos).
Tras estos dos balcones (hoy casi irreconocibles) estuvo el taller |
Son innumerables las anécdotas protagonizadas por el inefable don Lucas Tapia en el taller de Enrique Valentí (como la de su 'desaparición', en plena marcha, de la moto con sidecar de su patrón o su fulminante desmayo ante la supuesta 'explosión' del mechero de alcohol con el que estaba pegando una perla), pero estas y otras divertidas historias será mejor dejarlas para futuras ocasiones, porque si hoy hemos recordado aquí al insigne oficial de Fuencarral 39 es, única y exclusivamente, por su manía de dar palos en la cabeza al señor Paco.
Y es que siempre es bueno tener a mano un señor Paco al que echar la culpa de nuestros errores, de nuestras equivocaciones... de nuestras faltas.
Los palos pueden ser de diversa magnitud y naturaleza, pero siempre deben mantenerse a una distancia muy accesible y ser lo suficientemente largos como para llegar, con comodidad, hasta la cabeza del señor Paco de turno, cuya ubicación debe conocerse de antemano (y con precisión) para poder asestar el golpe sin levantar la mirada de la joya (es un decir) que se tenga entre manos y, por supuesto, manteniendo en perfecto equilibrio el depauperado cilindrín (es otro decir) que pueda estar, circunstancialmente, en la boca de quien apalea a su señor Paco particular.
La fórmula a enunciar es muy sencilla. Basta con decir (en tono airado, como hacía don Lucas Tapia) algo así como: "¡Vaya, ya se me ha estropeado la (colóquese aquí la descripción de cualquier contrariedad)! ¡Usted ha tenido la culpa, señor Paco! ¡Tome!".
Y entonces, sin embarazo, se le atiza un estacazo, se le mata (vale en sentido figurado), y a otra cosa. Así es la vida.
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