El blog de una casa muy especial... en el corazón de la calle más famosa de Madrid

viernes, 28 de noviembre de 2014

La bruja de la calle de Fuencarral

No podía faltar en este blog el bien conocido relato corto de Alfonso Sastre, escrito en 1964 e incluido en su libro 'Las noches lúgubres', una obra de gran éxito, cuyas sucesivas ediciones se han ido agotando de forma sistemática y que, desde hace tiempo, figura en casi todas las antologías de un género muy popular (el de los relatos terroríficos) que, en Sastre, aparecen tamizados por un omnipresente toque de humor, sustancialmente unido a la personalidad del autor.
'La bruja de la calle de Fuencarral' no es una excepción, sino que, por el contrario, resume muchas de las virtudes de las oscuras narraciones incluidas en su libro.

Alfonso Sastre
Un autor extraordinario, creador de un estilo dramático particular y siempre comprometido, al que me siento especialmente unido por varias razones. La primera de ellas es porque estrenó una de sus primeras obras teatrales ('Cargamento de sueños') en el Instituto Ramiro de Maeztu; la segunda porque representé una de sus mejores piezas teatrales ('Escuadra hacia la muerte') en mis lejanos tiempos del TEU, de cuyos ensayos, sus lecturas y sus representaciones guardo un recuerdo nítido e imborrable; y, finalmente, por este breve cuento de brujas (más bien de bruja, en singular) que él situó, de forma tan notoria, en la calle de Fuencarral (en la que, por cierto, cuando Sastre la escribió, había, al menos, otras dos 'brujas': las famosas zapaterías de los números 5 y 39 de la calle).




La bruja de la calle de Fuencarral (Alfonso Sastre, 1964)

Desde que me establecí en este pisito de la calle de Fuencarral he tenido algunos
casos extraordinarios que me compensan sobradamente de la pérdida del sol y del
aire; elementos, ay, de que gozaba en los tiempos, aún no lejanos, en que
desempeñaba mi sagrado oficio en Alcobendas. Y cuando digo que tales casos me
han compensado no me refiero sólo, desde luego, al aspecto pecuniario del asunto
(tan importante sin embargo), sino también a la rareza y dificultad de algunos de
esos casos; rareza y dificultad que han puesto a prueba —y con mucho orgullo
puedo decir que siempre he salido triunfante— la extensión y la profundidad de mis
conocimientos ocultos y de mis dotes mágicas.

Pero ninguno de ellos tan curioso como el que se me ha presentado hoy a media
tarde. Voy a escribirlo en este diario mío, y lo que siento es no disponer para ello
de una tinta dorada que hiciera resaltar debidamente la belleza de lo ocurrido, que
más parece propio de una buena novela que de la triste y oscura realidad.
Era un muchacho pálido. Cuando se ha sentado frente a mí en el gabinete que yo
llamo de tortura, sus manos temblaban violentamente dentro de sus bolsillos. Ha
mirado la cuerda de horca —la cual pende del techo— con un gesto de mudo terror
y he comprendido que lo que yo llamo la “preparación psicológica” estaba ya hecho
y que podíamos empezar. Después, él ha mirado la bola de cristal; que no es, ni
mucho menos, un objeto mágico —no pertenezco a la ignorante y descalificada
secta de los cristalománticos—, sino una concesión decorativa al mal gusto, a la
tradición y al torpe aburguesamiento que sufre nuestra profesión, otrora alta y
difícil como un sacerdocio, viciada hoy por el intrusismo oportunista de tantos falsos
magos, de tantos burdos mixtificadores. ¡Ellos han convertido lo que antaño era un
templo iluminado y científico en un vulgar comercio próspero e infame!
He dejado (en el relato, no en la realidad) al joven mirando la bola de cristal.
Prosigo.

El joven miraba fijamente la bola de cristal y yo le he llamado la atención sobre mi
presencia, santiguándome y diciendo en voz muy alta y solemne, como es mi
costumbre: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. “Cuéntame tu
caso, hijo mío”, he añadido en cuanto he visto sus ojos fijos en los míos cerrados
como es mi costumbre, pues es sabido que yo veo perfectamente a través de mis
párpados; lo cual, sin tener importancia en realidad, impresiona mucho a mi
clientela cuando describo los mínimos movimientos de mis visitantes,
El relato del joven ha sido, poco más o menos, el siguiente: “Estoy amenazado de
muerte por la joven María del Carmen Valiente Templado, de dieciocho años,
natural de Vicálvaro (Madrid), dependienta de cafetería, la cual dice haber dado a
luz un hijo concebido por obra y gracia de contactos carnales con un servidor; el
cual que soy de la opinión de que la Maricarmen es una zorra que anda hoy con uno
y mañana con otro y que lo que ahora quiere ni más ni menos es cargarme a mí el
muerto —o séase, el chaval.
“Mi nombre es Higinio Rosales Cruz, de veintinueve años, natural de Getafe, de
profesión oficial de churrería, con domicilio en esta capital, en el Gran San Blas,
donde tiene usted, señora bruja, su propia casa si de ella hubiere menester.
“Mi caso es que pretendo desgraciar a la Maricarmen de modo que me deje en paz
la condenada, para lo cual después de leer algunas obras norteamericanas —que en
esto, como en otras técnicas, los yankis van a la cabeza— me he fabricado esta
estatuilla de cera que representa a la andova en pelota viva tal como yo la he
tenido en la cama sin que a ella, que es una sinvergüenza, le diera ni una pizca de
garlochí; y vengo con la pretensión de que usted le endiñe, que usted sabrá el
cómo y de qué manera, algún alfilerazo mortal, de modo que la tía golfa abandone
esta jodida persecución y me deje en la misma paz que para usted deseo; y
hablando así no hago, con perdón de la mesa, más que seguir fielmente la doctrina
pontificia de que nos dejemos en paz los unos a los otros.”

A lo cual yo he respondido levantándome y yéndome derecha al acerico; entre las
cabezas multicolores he elegido una roja y la he clavado con el debido ritual, en el
sexo de la estatuilla, no por hacerle daño, sino tan sólo para impedir a la perdida
que continuara su desordenada vida sexual; y acto seguido he penetrado en mi
sancta sanctorum y he cogido con las pinzas de plata una de mis arañas locas, la
cual la he introducido en una bolsita de cuero, cuya boca he atado con un cordel.
Otra vez en la cámara o gabinete (siempre con los ojos cerrados, como es mi
antiquísima costumbre), he puesto al cuello del joven el amuleto diciéndole: “Has
de llevar esta bolsita, que contiene una sagrada piedra, sobre tu pecho, durante
tres días y tres noches; ni una más ni una menos; pues ésta es la garantía de que
esa tal desista de su persecución”. Y (una vez abonado en caja el importe de la
consulta) he acompañado al joven a la puerta y le he deseado, al despedirle, todo
género de bienandanzas.

A esta hora en que escribo el joven quizás esté durmiendo. Es seguro que no se ha
dado cuenta de que no es una piedra, sino un peludo insecto lo que lleva en la
bolsita sobre su pecho. (Estas arañas locas mueven sus patas suavemente hasta el
momento del ataque.) Ahora, por la noche, la araña conseguirá (por virtud de su
ataque lunático) salir de su encierro; se paseará a su antojo, silbando como
acostumbran, por el desnudo cuerpo del muchacho, y morderá por fin en algún
lugar propicio —probablemente el pubis— con su repugnante mandíbula que es, por
otra parte, una mortal fuente de veneno. El joven morirá seguramente al amanecer
entre atroces dolores lo más seguro abdominales.
Yo me he quedado aquí, desvelada. He cogido en mis manos la muñequita de cera.
Su rostro se parece, inexplicablemente, al de mi hija pequeña, la cual murió hace
un año por su propia voluntad, pues se cortó las venas en el cuarto de baño de una
modesta pensión de Tetuán de las Victorias. Era camarera en un bar de la Ciudad
Jardín.
En la autopsia se descubrió que estaba embarazada. Ahora beso la frente de la
muñequita y lloro.



Una fantástica y bien contada historia que, en cierto modo, complementa tanto las narraciones fantasmales de Diego de Torres Villarroel, como los tristes y muy verdaderos sucesos acontecidos en esta calle y que quedaron, para siempre, grabados en las más famosas crónicas de sucesos de la Villa y Corte.

'La bruja de la calle de Fuencarral' es ya, sin duda alguna, un gran clásico entre los relatos de misterio, incorporado, gracias a la pluma de Alfonso Sastre, a ese mundo, a mitad de camino entre lo real y lo imposible, que rodea con su aureola atemporal a cuanto tiene que ver con la calle más famosa de Madrid.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Arturo Pardos Batiste, Duque de Gastronia

Arturo Pardos Batiste, Duque de Gastronia
Arturo (yo me permito tratar con esta confianza al señor Duque), ha sido uno de los grandes personajes de la calle de Fuencarral. Y utilizo este tiempo verbal porque hace ya algún tiempo que decidió alejarse de la Villa y Corte para disfrutar de una vida más reposada en las Casas de Alcabón, el histórico pueblo toledano de la comarca de Torrijos, fundado por los árabes y destruido por los franceses (algo que, sin duda, Arturo está restaurando con su noble presencia).





Paleta Agromán 1966
Arturo Pardos Batiste es hombre insigne, de notable personalidad y está absolutamente vinculado a la calle de Fuencarral, en cuyo número 41 (en el cuarto piso, para más señas) tuvo su estudio, en el que impartió, con extraordinario éxito, sus clases magistrales de análisis de formas, la asignatura más complicada de aprobar en el primer curso de la carrera de arquitectura.
Yo fui uno de sus alumnos y no solo aprobé la asignatura gracias a él, sino que aprendí mucho más bajo su tutela, ya que Arturo ya demostraba en aquellos tiempos ser mucho más que maestro de futuros arquitectos. Era (y es) un erudito, filósofo y artista, del más puro academicismo revolucionario-platónico y de una actitud enciclopédico-renacentista, equidistante entre Voltaire y Leonardo.


Retrato de Ammenophis IV y Nefertiti
A lo largo de su fructífera vida, ha conseguido ser siempre fiel a sí mismo y, pese a ello (lo que no resulta nada sencillo para quien lo intente), destacar en múltiples campos.
Arturo es un gran artista, pintor y dibujante, así como, también, un extraordinario y fino humorista (La Codorniz, Paleta Agromán 1966, etc.), poseedor de un estilo culto, crítico y refinado.
Gastrónomo, escritor, políglota, poeta, afrancesado (en el buen sentido de la palabra), enólogo avezado, adelantado de la nueva restauración y, sobre todo, un gran filósofo.

Carta de Arturo a mi padre (detalle)
De su academia-estudio de la gran calle de Fuencarral yo guardo (aparte de extraordinarios recuerdos e importantes aprendizajes) algunos documentos históricos que hoy ya casi nadie conserva, tales como cartas por él firmadas o recibos autógrafos que nos recuerdan que el precio mensual de sus clases era de mil pesetas a finales de los años sesenta.
Sin embargo hay dos que me gustaría conseguir y no tengo. Uno de ellos es el original de la ilustración con la que gané el premio que Arturo convocó en la Navidad de 1968 (un gouache con reminiscencias de Klee) y el otro una copia de la que considero su mejor viñeta humorística (para mí aún mejor que la que resultó ganadora de la Paleta Agromán en 1966), en la que un pintor recrea en su lienzo una sencilla margarita silvestre, convirtiéndola en una abrumadora obra churrigueresca. 
Tan genial como la ilustración que, más tarde, iluminaría la carta de su Gastroteca.

Carta de la Gastroteca, ilustrada por Arturo
No es posible concebir a Arturo sin el complemento, perfecto e indispensable, de Stéphane.
Stéphane Guérin, Duquesa de Gastronia, es para Arturo como lo fue Gala para Dalí. Su musa y su incombustible fuente de energía, su motor eterno. 
Ella es, asimismo, una gran artista, innovadora de una cocina que se había quedado anclada en paellas y cocidos anticuados (luego llegaría el Cocido de Oro de 216 garbanzos). Stéphane es una cocinera sublime, creadora, entre otros muchos y célebres platos, de la raya a la mantequilla negra o el sorbete de aceitunas negras.

La Gastroteca de Stéphane y Arturo
Ellos (Arturo y Stéphane) son los verdaderos impulsores de la gran renovación culinaria de un barrio de Madrid en el que después han florecido  tanto el comercio como la restauración, gracias a la antorcha que ellos encendieron en los tiempos en los que toda la zona parecía sumida en un ambiente depresivo del que nadie auguraba su posterior explosión creativa.
Cuando fundaron su Gastroteca en el número 8 de la plaza de Chueca, plantaron el gran árbol de una 'nueva cocina auténtica' que demostró que el clasicismo no estaba reñido con la innovación. La Gastroteca de Stéphane y Arturo fue la piedra angular del renacimiento culinario madrileño. Algún día recibirá el gran homenaje que se merece.
Su gloria inmortal fue recompensada con el muy merecido título de Duques de Gastronia, otorgado Dei Gratia

Yo me niego a aceptar muchos de los apelativos que se le dan a  Arturo Pardos Batiste por gentes vulgares, incapaces de ver más allá de sus narices. No me cabe la menor duda de que a Galileo, a Sócrates o al propio Leonardo también los definieron así muchos contemporáneos miopes e ignorantes. Aunque quienes dicen que Arturo es raro, aciertan, porque lo normal en estos tiempos que corren (y en casi todos, si a eso vamos) es ser anodino, simple y aborregado. Y, desde luego, el Duque de Gastronia no adolece de ninguno de esos defectos.
Arturo es grande, radical en su pensamiento cultivado, como Picasso o Dalí pueden permitirse ser transgresores, tras haber acreditado su academicismo. Arturo no es un adelantado de su tiempo, es eterno, universal, sin principio ni fin...

Fachada de Fuencarral 41


La calle de Fuencarral tiene en él a uno de sus grandes referentes y los relucientes azulejos de la fachada del número 41 están pidiendo a gritos una placa que recuerde que aquí vivió y tuvo su estudio Arturo Pardos Batiste, Duque de Gastronia.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

San Joaquín, en el viejo camino de Hortaleza

Viejo cartel de la calle, en la esquina de Fuencarral
He aquí una de las calles más antiguas que atraviesan Fuencarral. 
De hecho, ya se atravesaban cuando ambas eran los respectivos caminos que, partiendo de distintos lugares del viejo Madrid medieval, se dirigían a dos pueblos que, relativamente lejanos entonces, hoy son barrios de la capital.
Mi particular teoría es que lo que, con el tiempo, llegó a llamarse calle de San Joaquín fue parte de un camino aún más antiguo que Fuencarral.
Es fácil entender que nuestra bulliciosa calle fuera, en un principio, el inicio de la vía que unía a Madrid con el pueblo que la dio nombre. Sin embargo, no tanta gente sabe que ni ella, ni su vecina calle de Hortaleza fueron los caminos originales que llevaban a los viajeros desde la villa hasta los pueblos homónimos.

El primitivo camino a Hortaleza
El camino original de Madrid a Fuencarral partía desde la puerta de Valnadú (entre las actuales plazas de Oriente y de Isabel II) y se dirigía hacia el norte por la cuesta de Santo Domingo y la que acabaría convirtiéndose en calle de San Bernardo (calle Baja de Fuencarral). 
Cuando la cerca de la capital se trasladó hasta los bulevares, se denominó "de Fuencarral" a la puerta que se construyó en lo que hoy es la glorieta de San Bernardo, mientras que la que existió cerca de la actual glorieta de Bilbao, se llamó "de Bilbao" o, más habitualmente, "de los Pozos de la Nieve".
Algo parecido ocurrió con los caminos que se dirigían al pueblo de Hortaleza, al nordeste de Madrid. El primitivo partía, como el de Fuencarral, de la puerta de Valnadú, subía por la cuesta de Santo Domingo y continuaba por el espacio que hoy ocupan Tudescos, Corredera Baja de San Pablo, plaza de San Ildefonso, San Joaquín y San Mateo, para desembocar en la plaza de Santa Bárbara, donde estaba la puerta del mismo nombre.

Así que la calle de San Joaquín fue parte de ese antiguo camino que, con el tiempo decayó, en beneficio del posterior que, partiendo de la Puerta del Sol, subía por Montera y la calle de Hortaleza.

El Minúsculo Flatiron
Sin duda, esta es la razón por la que la calle de San Joaquín forma un ángulo muy agudo con Fuencarral, en lugar de atravesarla perpendicularmente, como ocurre con todas las que la cruzan en su primer tramo.
Parece razonable pensar, viendo el plano, que en la plaza de San Ildefonso hubo un importante desvío de caminos, pues si, en vez de tomar San Joaquín, seguimos hacia el norte por la Corredera Alta de San Pablo, acabaremos en la calle de Fuencarral, muy cerca de la puerta de los Pozos de la Nieve, por lo que es lógico deducir que por aquí había un camino hacia el norte, alternativo al de San Bernardo.

San Joaquín es una calle corta, pero, en verdad, muy interesante. 
Toda ella está adoquinada y apenas cuenta con  tres plazas de estacionamiento (delante del número 2). Podría decirse que es semi-peatonal. 

Su numeración comienza frente a la de San Mateo, en ese punto en el que la elegante curva de la calle de Fuencarral se acentúa para orientarse hacia la glorieta de Bilbao, convirtiéndose ya en una línea recta

Su primer edificio, en la acera de los impares, presenta un perfil impresionante (yo lo tengo bautizado como "El Minúsculo Flatiron"). 
En él estuvo, durante muchos años, un conocido restaurante (La Criolla) del que se cuenta que el ministro Fraga solía reunirse a comer en él, una vez a la semana, con periodistas. Por cierto que al hijo de la dueña de este restaurante, Antonio Coque Olías, le tocó el primer premio de la lotería de Navidad en 1951, suerte que había compartido con los empleados de su madre y otras personas del barrio.
Hoy el local lo ocupa un SteakBurger, que parece tener un razonable éxito.


En el número 3 nos encontramos con una atractiva librería. En realidad, es más que una librería. Su nombre es Tipos Infames. Libros y vinos. Un lugar en el que, además de comprar un buen libro, puedes tomarte una copa de vino o un café. Tipos Infames es un espacio moderno y dinámico, en el que se potencia la cultura y se disfruta de la literatura y de otros aspectos de la vida que, sin duda, todos sentimos próximos al mundo de los libros.

Sobre su puerta de entrada, en la fachada de la casa, una curiosa y singular placa, firmada por "El Pueblo de Madrid 2011", nos anima a persistir en el siempre tan necesario debate social.

El taller-escuela de Beatriz Moreno
Enfrente, en el número 4, estaba la Escuela de Encuadernación de Beatriz Moreno. Un taller en el que se enseñaban las técnicas más auténticas y tradicionales para aprender a encuadernar con los mejores medios clásicos, en un ambiente cuidado y dentro de un local muy bonito, con amplios escaparates a la calle, desde donde quienes por allí pasaban no podían evitar detenerse y observar el interesante trabajo que se desarrollaba en su interior, bajo la cuidadosa tutela de Beatriz Moreno de Borbón.

Era imposible no detenerse ante la belleza que emanaba lo que allí dentro sucede. Apetecía entrar y ponerse, de inmediato, manos a la obra, incorporándose a cualquiera de las clases que allí se impartían, siempre en pequeños grupos, para aprender uno de los oficios más nobles que puedan existir y que, por desgracia, está cada vez más olvidado.

Mostrador de Levadura Madre
Pero, un buen día, desapareció. Una lástima. Aunque, por fortuna, ha dejado su sitio a otro negocio que no desmerece en absoluto. Se trata del cuarto local en Madrid de la muy recomendable panadería y pastelería Levadura Madre.
Excelente obrador artesanal, muy cuidado en su diseño, y con unos productos de verdadera calidad. Conviene no pasar de largo junto a su puerta, aunque solo sea para tomarse un café (bastante bueno, por cierto), acompañado de un bollo recién hecho. 




Antes, al otro lado del portal (cuyo número antiguo es el 2 duplicado), tenemos la pequeña Cafetería San Joaquín, un cuidado bar-restaurante peruano que merece una visita.



Y en esa misma acera, en el número 8, tenemos el más extraordinario espacio de toda la Villa y Corte para los amantes del té: Bomec
Bomec es algo único, excepcional. Parece sacado de una aventura de Tintín, más concretamente de "El Loto Azul", una de mis favoritas.


No conozco nada parecido en España ni como salón de té ni como tienda especializada en lo que ellos definen bien como "el paladar del té". 
La decoración es fantástica y el ambiente, incomparable.  Por supuesto, la variedad de tipos de té, en sus diferentes formas y derivados es amplísima, pero lo que más impresiona es la atmósfera del local, propia de la mejor decoración de Hollywood para una película de misterio, con asesinato incluido, o para servir de escenario a una novela de Agatha Christie: "Death by Darjeeling" (la novela no existe, pero merecería estar entre los títulos más destacados del género policiaco, así que no descarto acabar escribiéndola yo).
Me gusta pasar las tardes allí, leyendo un buen libro, comprado, a ser posible, en Tipos Infames. Las horas se pasan sin sentir y uno se sumerge en un mundo irreal y fantástico, rodeado de colores y luces más propias de un sueño que de la vulgarizada realidad de nuestros días.


Volviendo a cruzar la calle, llegaremos al restaurante El Cocinillas, un lugar muy recomendable para disfrutar de una comida entre tradicional y moderna, que recoge lo mejor de muchos platos con reminiscencias españolas, italianas y francesas. Excelentes todos ellos, como también me lo parece su decoración, sencilla, acogedora y en el buen sentido de la palabra, elegante.

Un restaurante pequeño, cómodo y sobrio en el que la cocina de mercado evoluciona hacia un punto más actual, pero sin sobresaltos ni sorpresas raras (por desgracia, tan frecuentes en nuestros días). Tampoco hay sustos en la cuenta, que es muy razonable para los tiempos que vivimos. Todo está bueno, pero sus albóndigas y su timbal de aguacates con chipirones son dignos de destacarse. 
Lo mejor que se puede decir de El Cocinillas (que, por cierto, abrió sus puertas en 2010) es que es uno de esos escasos restaurantes de los que se sale con ganas de volver cuanto antes, por lo que es de justicia felicitar a su dueño, Julián Lara.


Un número más arriba, en el 5, The Burger Lab ofrece una alternativa sorprendente a quienes, siendo amantes de esta popular comida, buscan algo diferente. A las tradicionales de ternera, aquí se pueden encontrar hamburguesas de pollo, cerdo, caballo, cebra, canguro, jabalí, camello, avestruz o bisonte. Tienen un menú muy barato y, también, entrantes (normales) y unos postres con aspecto de estar ricos. La verdad es que esta original hamburguesería no suele estar muy concurrida, por lo que no pronostico que su futuro sea muy halagüeño. 

Una tienda de ropa (multimarca, pese a estar señalizada con el logotipo de la firma española de moda masculina De We) ocupa un local poco llamativo, inmediato al anterior, que parece estar en el número 7 de la calle, aunque yo no veo el portal por ningún sitio. 

En la línea de cuanto hay en esta calle, la tienda no parece estar nada mal, pese a que, desde el exterior, su entrada pasa un poco desapercibida. Por suerte unos buenos escaparates compensan, en parte, el problema.

Mandalay


El Chino en Mandalay
Justo junto a ella, una pequeña puerta da acceso a Mandalay, una empresa de antigüedades e interiorismo con nombre birmano, de gran atractivo y muy acreditada. Todo lo que tienen es bonito y de muy buen gusto. En realidad se trata de un mayorista, sin vocación expresa de vender al público. Tal vez de ahí su angosta entrada que, sin embargo, da paso a una exposición amplia en un sótano digno de ser visitado. Y, si queremos comprar algo, nos llevaremos la agradable sorpresa de que sus precios son bastante más sensatos de lo habitual en las tiendas. Eso sí, no siempre está abierta, por lo que si alguien tiene mucho interés en visitarla es prudente llamar antes para concertar una cita. A mí me gusta mucho.

El cierre de Amor de Madre





Pero volvamos a la acera de los pares, que la teníamos un poco olvidada. En ella quedan algunos locales que están pidiendo a gritos que algún emprendedor siga la arriesgada táctica del Cid Campeador en Cuarte y, con el manto liado a la cabeza (o sin él, que por estos lares ya no quedan almorávides), se lance a la muy incierta aventura de empezar un negocio nuevo.

En el número 14 tenemos Amor de Madre, una pequeña "taberna underground" divertida, alegre y que suele ofrecer unos platos del día muy apetecibles y baratos (8 €, con bebida y postre incluidos). Su decoración, en la que abundan los monopatines, es desenfadada, irreverente y atractiva. Está abierta solo a las horas de la comida y la cena, cerrando por las mañanas y de cinco a ocho de la tarde. Suele estar muy concurrida y animada.
Sin que sirva de menosprecio a su interior (que no lo merece, en absoluto), a mí me encanta verla con el cierre metálico ondulado echado, que nos muestra una enorme calavera blanca sobre fondo negro. Yo comprendo, perfectamente, que les resultaría difícil hacer negocio con el cierre siempre bajado, claro, pero me da pena no poder ver esa enorme calavera cuando están abiertos... 

La bien restaurada fachada de Vaquería
En el siguiente número nos encontramos con el portal más señorial de la calle, en un edificio reconstruido en 2011 que ha merecido ser premiado como la mejor rehabilitación de Madrid. Y, al lado del portal, Vaquería, un local reconstruido, como el resto de inmueble, que ha mantenido el aspecto original de lo que fue en 1911: una lechería y vaquería (con establo higiénico y servicio a domicilio).
Claro que Vaquería no es un local como los demás. Es un espacio efímero (también lo llaman "pop-up store") que se alquila por espacios cortos de tiempo para cualquier tipo de actividad, como presentar una colección de moda o de joyas, liquidar stocks a través de promociones especiales, hacer exposiciones de productos, para que tiendas on-line puedan probar a mantener un contacto real con sus clientes... o cualquier otra situación que requiera de un espacio atractivo a pie de calle para unos días, semanas o meses.

El interior de Vaquería
Su decoración interior es de una espectacularidad muy especial, ofreciendo diversos espacios, que son susceptibles de ser combinados entre sí, contando con muchas opciones flexibles, fácilmente adaptables a todo tipo de necesidades. 
Un lugar fantástico, en suma, que está contribuyendo, de forma muy positiva a la modernización de una calle que, como hemos visto ya, es capaz de aunar historia y vanguardia con sencilla y sorprendente naturalidad.




Naif

Y, por fin, la calle desemboca en la plaza de San Ildefonso, mostrándonos el interior de Naif, un "sandwich bar" muy de moda en la zona, amplio, luminoso y siempre concurrido, cuya bien resuelta decoración y cuidado ambiente de clara inspiración hipster, parece tener más gancho para su numerosa clientela que las enfrentadas críticas que la calidad de su comida y la profesionalidad de su servicio reciben con frecuencia.

Entre San Joaquín y Santa Bárbara

Al otro lado, también ya en la plaza, un segundo vértice del triángulo rectángulo que forma la manzana delimitada por las calles de San Joaquín, Santa Bárbara y Fuencarral (con su ángulo recto entre Fuencarral y Santa Bárbara) nos presenta una estrechísima fachada, en la que solo cabe una hilera vertical de balcones, en el último de los cuales hace tiempo que vemos una bandera republicana que, en los días de viento, ondea sobre las frondosas copas de los árboles que dan sombra a las terrazas que hoy ocupan el terreno donde estuvo el primer edificio construido en Madrid (1835) para albergar un mercado, y que fue derruido en 1970, habilitando el espacio que ocupaba para ser utilizado como plaza pública.

En el plano de Texeira (1656)
Una calle, dedicada a San Joaquín desde tiempo inmemorial (como ya podemos leer en el plano de Texeira de 1656) y que ha mantenido, a través de los siglos, su viva presencia en la capital de España, llegando hasta nuestros días pletórica de actividad cultural, comercial y, desde luego, también gastronómica, demostrando que este pequeño trozo del antiquísimo camino que unía Madrid con el pueblo de Hortaleza sigue siendo paso obligado para todo aquel que quiera disfrutar de la historia sin renunciar a lo más actual de la vida contemporánea.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Duende o fantasma o nada

He de aceptar que he conocido algún que otro fantasma en la calle de Fuencarral (lo que no es raro, teniendo en cuenta los muchos años pasados en ella), pero ni fueron tantos como los que me encontré en otros lugares y circunstancias, ni eran fantasmas de la naturaleza que vamos a abordar en este célebre episodio acontecido en la calle, que en aquellos lejanos años todavía se llamaba Calle Alta de Fuencarral (en contraposición a la actual de San Bernardo, que fue conocida como Calle Baja de Fuencarral, ya que ambas eran camino del pueblo homónimo, si bien con diferencia de altitud entre una y otra).

Diego de Torres Villarroel
También estuvo unas cuantas veces en mi casa El Duende que Camina (El Espíritu que Anda), mi buen amigo de la Escuela de Arquitectura, quien solía trepar por las paredes del pasillo para que nadie pudiera atraparle cuando era perseguido por una multitud vacilante, todos con los ojos vendados y los brazos extendidos... pero, reconociendo que este astutísimo duende pudiera tener alguna similitud con los de los hechos antiguos que aquí vamos a recordar, debemos afirmar, casi sin ningún temor a equivocarnos, que él carece de relación alguna con los mismos (salvo, claro está, la evidente proximidad geográfica entre ambos acontecimientos, por otra parte, tan separados en el tiempo).

La historia a la que aquí vamos a referirnos aconteció, probablemente, en el año de 1723. Y digo "probablemente", porque no está del todo claro si sucedió en 1723 o en 1724. Su protagonista, Diego de Torres Villarroel, nos la cuenta, en primera persona, en su obra Vida, ascendencia, nacimiento, crianza, y aventuras de el Doctor Don Diego de Torres Villarroel, Cathedrático de Prima de Mathemáticas en la Universidad de Salamanca, escrita por él mismo y fechada en 1742. Pero como muy bien nos recuerda Pedro Álvarez de Miranda, ya se refiere Torres a este mismo suceso en su anterior Anatomía de todo lo visible e invisible, de 1738, ofreciéndonos un breve apunte del relato que nos detallará en su posterior Vida.

El propio Álvarez de Miranda nos revela una tercera versión de los hechos narrados por Diego de Torres que, tras una acertada investigación, realizada a partir de la muy precisa monografía histórica de Elías Tormo sobre la calle de Fuencarral, que incluye datos muy concretos, extraídos de la Planimetría general de Madrid de mediados del XVIII.
Esta nueva perspectiva se obtiene del relato que Salvador Mañer incluye en su Anti-Theatro Crítico. Sobre el tomo tercero del Theatro Crítico (1731) en el que incluye una explicación de lo acontecido, transmitida a él, personalmente, por el propio Torres y que aporta datos bastante precisos sobre el lugar exacto de los acontecimientos, que no figuraban en los textos de Villarroel (la Vida y la Anatomía), mucho más conocidos que el de Mañer.

Su actor principal, como ya hemos dicho, no fue otro que Diego de Torres Villarroel, escritor, poeta, dramaturgo, astrólogo, bailarín, soldado, médico, matemático, sacerdote... y catedrático de la Universidad de Salamanca. Sin la más mínima duda, uno de los personajes más notables, polifacéticos y controvertidos del siglo XVIII español, que ha sido y sigue siendo objeto de estudio, análisis, crítica y alabanza por parte de un buen número de historiadores, literatos y eruditos, tanto españoles como extranjeros.
No es fácil encontrar una personalidad como la de Torres, singular y peculiar donde las haya, capaz de generar animadversión en algunos de sus contemporáneos y enorme admiración por parte de los muchos seguidores que tuvo. Sus obras gozaron de una popularidad envidiable (y envidiada) y los rasgos irónicos de su carácter, filosóficamente cínico, sembraron inquietud, despertando luces y sombras entre propios y extraños. Todavía se debate si fue un gran pensador ilustrado o un aventurero pícaro, ingenioso y atrevido.

Pero, con tanto preámbulo, no hemos contado la fantástica historia de duendes y fantasmas que sucedió en la calle de Fuencarral hace ya casi tres siglos.
Creo que lo mejor es empezar con el resumen de los inexplicables y misteriosos hechos vividos en la residencia de la Condesa de los Arcos (casa 11 de la manzana 346), copiando el texto de Salvador Mañer:

El año de 1723, mi señora Doña Josepha de Figueroa, Condesa de los Arcos, viviendo frente a los Agonizantes, casas del conde de Moriana, se hallaba temerosa de los ruidos de un Duende que en aquel lugar assistía; solicitó algunas personas que le hiciesen compañía, y una noche, estando con la demás familia de su Excelencia Don Juan Casquero, Vicario oy de Alva de Tormes, Don Manuel Madagán, Don Manuel Ossorio, Don Eugenio Gerardo Lobo y Don Diego de Torres, quien me lo ha assegurado, vieron en la pieza en que se hallaban con mi señora la Condesa se iban descolgando poco a poco los quadros de dos varas y media de largo y dos de ancho en que estaba pintada la historia de los siete Infantes de Lara, hasta que tocaron el suelo, y, luego que tocaron en tierra, con imperceptible presteza se vieron puestos en el lugar en que antes estaban. El mismo Don Diego de Torres, a quien, por el respeto que el P. (Feijoo) le tiene, creo no le repulsará la verdad que afirma, dice que una noche en la misma casa, yendo con una hacha de quatro pabilos encendida, se la apagaron con un sombrero, sin reconocer el agente; mas sí al mismo tiempo fue tal el ruido que sonó a sus pies, que juzgó se havía caído algún edificio, y baxando aturdido a la fuente de la casa a echarse agua en el rostro, sintió que de un lado y otro le acompañaban las pisadas como de dos personas. Otra noche, estando acostado junto con un criado mayor de la casa, sintieron ambos les quitaron la ropa de sobrecama, y empezaron a menudear azotes con ruido terrible, mas sin sentir daño alguno ni ver el que los daba. El ruido de la cocina en el tirar los platos contra las paredes, dar unos con otros y, quando se discurrían hechos pedazos, entrar en la cocina y estar todos en su lugar y sin daño alguno, era muy frequente.


El suceso, por el componente sobrenatural que lo envolvía, tenía la capacidad de generar una especial controversia en pleno Siglo de las Luces.
Grandes nombres de las letras y el pensamiento español han sido muy críticos con Torres y su obra, pero parece un empeño estéril discutir su capacidad como escritor, su habilidad para moverse en la sociedad de su tiempo y su arrojo para enfrentarse a la cerrazón de quienes, inferiores a él en el terreno intelectual, trataron de combatirle con otras armas más rudimentarias, aunque, a veces, eficaces.
A mí me gusta Villarroel. Poco me importa que lo que él cuenta como cierto esté, en realidad, matizado por su desbordante imaginación y su sentido innato para saber lo que quieren los lectores. Esas virtudes son propias de quien domina su oficio y es un genio del marketing. Hubiese sido un gran publicitario si hubiese vivido dos o tres siglos más tarde. 

Pero volvamos a la calle de Fuencarrral. Algo que nadie fue capaz de explicar aterrorizó durante, al menos, un par de semanas a los habitantes de aquella casa del Conde de Moriana en la que vivía la Condesa de los Arcos.
Azorín, en un artículo publicado en ABC el 17 de marzo de 1946, nos explica con claridad la diferencia entre duendes, fantasmas y espectros, dejando claro que el duende es de la casa, invisible y ruidoso, mientras que el fantasma es de la calle, visible y silente. Los espectros, sin embargo, parecen ser de naturaleza menos precisa...
Si aceptamos estos parámetros de José Martínez Ruiz, está claro que los de Fuencarral, si existieron, eran duendes. O duende, en singular (aunque, teniendo en cuenta la literalidad de lo que dice Mañer al transcribir el relato de Torres, fueron dos los ruidosos espíritus que provocaron el pánico de la señora condesa, sus huéspedes y sus servidores).

Ahora, veamos cómo lo cuenta el propio escritor salmantino en el trozo tercero de su Vida, ya que lo hace su característico estilo narrativo, entre burlón y descriptivo.
En cualquier caso, he de decir que yo tengo una particular teoría sobre las causas de la aventura que se describe (fruto de mi experiencia como lector de Carl Barks), cuya exposición dejaré para más adelante.
He aquí la historia, en palabras de Diego de Torres Villarroel:

Ya estaba yo puesto de jácaro, vestido de baladrón y reventando de ganchoso, esperando con necias ansias el día en que había de partir con mi clérigo contrabandista a la solicitud de unas galeras o en la horca, en vez de unos talegos de tabaco que (según me dijo) habíamos de transportar desde Burgos a Madrid, sin licencia del rey, sus celadores ni ministros. Y una tarde muy cercana al día de nuestra delincuente resolución, encontré en la calle de Atocha a don Julián Casquero, capellán de la excelentísima señora condesa de los Arcos. Venía este en busca mía, sin color en el rostro, poseído del espanto y lleno de una horrorosa cobardía. Estaba el hombre tan trémulo, tan pajizo y tan arrebatado como si se le hubiera aparecido alguna cosa sobrenatural. Balbuciente y con las voces lánguidas y rotas, en ademán de enfermo que habla con el frío de la calentura, me dio a entender que me venía buscando para que aquella noche acompañase a la señora condesa, que yacía horriblemente atribulada con la novedad de un tremendo y extraño ruido que tres noches antes había resonado en todos los centros y extremidades de las piezas de la casa. Ponderome el tristísimo pavor que padecían todas las criadas y criados, y añadió que su ama tendría mucho consuelo y serenidad en verme y en que la acompañase en aquella insoportable confusión y tumultuosa angustia. Prometí ir a besar sus pies sumamente alegre, porque el padecer yo el miedo y la turbación era dudoso, y de cierto aseguraba una buena cena aquella noche.

Llegó la hora; fui a la casa; entráronme hasta el gabinete de su excelencia en donde la hallé afligida, pavorosa y rodeada de sus asistencias, todas tan pálidas, inmobles y mudas que parecían estatuas. Procuré apartar, con la rudeza y desenfado de mis expresiones, el asombro que se les había metido en el espíritu; ofrecí rondar los escondites más ocultos y, con mi ingenuidad y mis promesas, quedaron sus corazones más tratables. Yo cené con sabroso apetito a las diez de la noche, y a esta hora empezaron los lacayos a sacar las camas de las habitaciones de los criados, las que tendrían en un salón donde se acostaba todo el montón de familiares para sufrir sin tanto horror, con los alivios de la sociedad, el ignorado ruido que esperaban.

Capitulose a bulto, entre los tímidos y los inocentes, a este rumor por juego, locura y ejercicio de duende, sin más causa que haber dado la manía, la precipitación o el antojo de la vulgaridad este nombre a todos los estrépitos nocturnos. Apiñaron en el salón catorce camas, en las que se fueron mal metiendo personas de ambos sexos y de todos los estados. Cada una se fue desnudando y haciendo sus menesteres indispensables con el recato, decencia y silencio más posible. Yo me apoderé de una silla, puse a mi lado una hacha de cuatro mechas y un espadón cargado de orín y, sin acordarme de cosa de esta vida ni de la otra, empecé a dormir con admirable serenidad. A la una de la noche resonó con bastante sentimiento el enfadoso ruido, gritaron los que estaban empanados en el pastelón de la pieza; desperté con prontitud y oí unos golpes vagos, turbios y de dificultoso examen en diferentes sitios de la casa. Subí, favorecido de mi luz y de mi espadón, a los desvanes y azoteas, y no encontré fantasma, esperezo ni bulto de cosa racional. Volvieron a mecerse y repetirse los porrazos; yo torné a examinar el paraje donde presumí que podían tener su origen, y tampoco pude descubrir la causa, el nacimiento ni el actor. Continuaba, de cuarto en cuarto de hora, el descomunal estruendo y, en esta alternativa, duró hasta las tres y media de la mañana.

Once días estuvimos escuchando y padeciendo a las mismas horas los tristes y tonitruosos golpes. Y, cansada su excelencia de sufrir el ruido, la descomodidad y la vigilia, trató de esconderse en el primer rincón que encontrase vacío, aunque no fuese abonado a su persona, grandeza y familia dilatada. Mandó adelantar en vivas diligencias su deliberación, y sus criados se pusieron en una precipitada obediencia, ya de reverentes, ya de horrorizados con el suceso de la última noche, que fue el que diré.

Al prolijo llamamiento y burlona repetición de unos pequeños y alternados golpecillos, que sonaban sobre el techo del salón donde estaba la tropa de los aturdidos, subí yo, como lo hacía siempre, ya sin la espada, porque me desengañó la porfía de mis inquisiciones que no podía ser viviente racional el artífice de aquella espantosa inquietud. Y al llegar a una crujía, que era cuartel de toda la chusma de librea, me apagaron el hacha, sin dejar en alguno de los cuatro pábilos una morceña de luz, faltando también en el mismo instante otras dos que alumbraban en unas lamparillas, en los extremos de la dilatada habitación. Retumbaron, inmediatamente que quedé en la obscuridad, cuatro golpes tan tremendos, que me dejó sordo, asombrado y fuera de mí lo irregular y desentonado de su ruido. En las piezas de abajo, correspondientes a la crujía, se desprendieron en este punto seis cuadros de grande y pesada magnitud, cuya historia era la vida de los siete infantes de Lara, dejando en sus lugares las dos argollas de arriba y las dos escarpias de abajo, en que estaban pendientes y sostenidos. Inmóvil y sin uso de la lengua, me tiré al suelo y, ganando en cuatro pies las distancias, después de largos rodeos, pude atinar con la escalera. Levanté mi figura y, aunque poseído por el horror, me quedó la advertencia para bajar a un patio, y en su fuente me chapucé y recobré algún poco del sobresalto y el temor. Entré en la sala, vi a todos los contenidos en su hojaldre abrazados unos con otros y creyendo que les había llegado la hora de su muerte. Supliqué a la excelentísima que no me mandase volver a la solicitud necia de tan escondido portento, que ya no era buscar desengaños, sino desesperaciones. Así me lo concedió su excelencia, y al día siguiente nos mudamos a una casa de la calle del Pez, desde la de Foncarral, en donde sucedió esta rara, inaveriguable y verdadera historia.

Dejo de referir ya los preciosos chistes y los risibles sustos que pasaron entre los medrosos del salón, y ya las agudezas y las gracias que sobre los asuntos del espanto y la descomodidad se le ofrecieron a don Eugenio Gerardo Lobo, que era uno de los encamados en aquel hospital del aturdimiento y el espanto, y paso a decir que su excelencia y su caritativa y afable familia se agradaron tanto de mi prontitud, humildad y buen modo (fingido o verdadero), que me obligaron a quedar en casa, ofreciéndome su excelencia la comida, el vestido, la posada, la libertad y –lo más apreciable– las honras y los intereses de su protección. Acepté tan venturoso partido, y al punto partí a rogar a mi clérigo contrabandista que me soltase la palabra que le había dado de ser compañero en sus peligrosas aventuras, porque me prometía más seguridad esta conveniencia, más honor y más duraciones que las de sus fatales derrumbaderos. Consintió pesaroso a mi instancia. Él se fue a sus desdichados viajes, y en uno de ellos lo agarró una ronda, que le puso el cuerpo por muchos años en el castillo de San Antón. Yo me quedé en casa de esta señora, quieto, honrado, seguro y dando mil gracias a Dios que, por el ridículo instrumento de este duende o fantasma o nada, me entresacó de la melancólica miseria y de las desventuradas imaginaciones en que tenía atollado el cuerpo y el espíritu.

Estuve en esta casa dos años, hasta que su excelencia casó con el excelentísimo señor don Vicente Guzmán y fue a vivir a Colmenar de Oreja. Yo pasé a la del señor marqués de Almarza, con el mismo hospedaje, la misma estimación y comodidad. Y en estas dos casas me hospedé solamente después que me echó el duende del angustiado caserón de la calle de la Paloma. Vivía entretenido y retirado, leyendo las materias que se me proporcionaban al humor y al gusto, y escribía algunos papelillos, que se los tiraba al público para ir reconociendo la buena o mala cara con que los recibía.

Pasaron por mí estos y otros sucesos (que es preciso callar) por el año de mil setecientos y veinte y tres y veinte y cuatro; y, habiendo puesto en el pronóstico de este la nunca bien llorada muerte de Luis Primero, quedé acreditado de astrólogo de los que no me conocían y de los que no creyeron y blasfemaron de mis almanaques.

Torres Villarroel cuenta, una y otra vez, esta historia, en la que solo se aprecian leves imprecisiones o contradicciones, de una a otra versión; algo que a nadie acostumbrado a relatar sucesos puede llegar a extrañar. Nada hace sospechar que no se trate de un acontecimiento real y, desde luego, importante en su biografía. 
Y, como el hábil escritor que es, acostumbrado a moverse por la delgada línea que separa la razón de la fantasía, no resuelve la causa de lo acontecido. ¿Qué pasó, realmente, en la casa de doña Josefa Laso de la Vega y de Figueroa, V Condesa de los Arcos, durante aquellas terribles catorce noches de continuada pesadilla? El misterio (uno más) de la calle de Fuencarral ya permanecerá con nosotros para siempre. 
Como muy bien concluye, con su dosis de cinismo habitual, Torres, fue "duende o fantasma o nada". Pero a él le ayudó a disfrutar por unos años de una vida placentera, opuesta a la que le hubiese esperado como contrabandista aficionado de no haber sido requerido por la condesa cuando paseaba por la calle de Atocha.
Observemos que no desperdicia la ocasión para recordar su acertada predicción de la muerte del joven Luis I, aprovechando para lanzar un nada subliminal recado a sus detractores.

Durante muchos años (siglos) la dirección exacta de la casa en la que sucedieron tan terroríficos prodigios ha permanecido en el anonimato. Pero la investigación de Pedro Álvarez de Miranda nos acerca mucho a su ubicación real. La combinación del texto de Mañer con el estudio de Elías Tormo sobre la historia de la calle de Fuencarral, nos lleva a la conclusión, como menciona Álvarez de Miranda, de que la casa en cuestión estuvo situada, aproximadamente, en uno de los solares que ocupan la fincas de los actuales números 31 o 33. Yo, tras consultar el ejemplar de la Planimetría General de Madrid que se conserva en el Museo de Historia de Madrid (en el edificio del antiguo Hospicio de San Fernando, de la propia calle de Fuencarral), puedo afirmar que la casa del Conde de Moriana, numerada con el 11 en la manzana 346, se encontraba en el lugar del actual número 33. Casi enfrente del convento de los Agonizantes, tal como bien señala el texto de Salvador Mañer. 


Si, como creo, las conclusiones de todas estas investigaciones son correctas, tendríamos al duende de la calle de Fuencarral a muy pocos metros del número 39 (a unos cincuenta pasos, más o menos). Siempre y cuando, claro está, nuestro popular y escandaloso genius loci no haya decidido, en un momento dado, abandonar el lugar que le dio fama y trasladarse a otra casa. Tiempo ha tenido para ello.

¿Fuencarral 11/346?
Es curioso que en los actuales números 29, 31 y 39 (todos ellos muy próximos a las antiguas casas del Conde de Moriana y en su misma acera) se han cometido terribles crímenes en el siglo XX que, como ya hemos contado en nuestra Crónica negra, también sobrecogieron a los vecinos de la muy transitada y céntrica calle. Como diría el mismo Diego de Torres, estos otros asuntos del espanto tienen un componente menos inmaterial y mucho más prosaico... pero no deja de ser un dato a tener en cuenta.

Este histórico episodio tuvo una réplica menor (también misteriosa y con una anécdota genial, ya recogida en  Paquito, papa) en la segunda mitad del pasado siglo XX, precisamente en Fuencarral 39. Fue el famoso caso de la lechuza que no dejaba dormir a la señora Queraltó.
Por lo que respecta a lo acontecido en casa de la Condesa de los Arcos, es imposible llegar a ninguna conclusión que sea susceptible de ser comprobada, pero, como ya he mencionado antes, yo tengo una sospecha, de todo punto imposible de confirmar.
Hasta para poder elucubrar sobre ella necesitaríamos disponer de más datos sobre el Conde de Moriana y su familia, así como de sus relaciones con la Condesa de los Arcos. Lo único que parece seguro es que la condesa vivía en una casa que era propiedad del conde (o de sus descendientes). ¿Quién podía tener interés en que la señora condesa abandonase ese inmueble? ¿Quién, además, podría tener la capacidad y el conocimiento del edificio suficientes para poder poder moverse por su interior con eficacia y discreción? ¿Quién podría conocer habitaciones, pasadizos o compartimentos secretos de la casa, que no hubiesen sido revelados a sus inquilinos?

Aparte, claro está, de un duende o fantasma, que es la otra posibilidad.