El blog de una casa muy especial... en el corazón de la calle más famosa de Madrid

sábado, 1 de noviembre de 2014

Duende o fantasma o nada

He de aceptar que he conocido algún que otro fantasma en la calle de Fuencarral (lo que no es raro, teniendo en cuenta los muchos años pasados en ella), pero ni fueron tantos como los que me encontré en otros lugares y circunstancias, ni eran fantasmas de la naturaleza que vamos a abordar en este célebre episodio acontecido en la calle, que en aquellos lejanos años todavía se llamaba Calle Alta de Fuencarral (en contraposición a la actual de San Bernardo, que fue conocida como Calle Baja de Fuencarral, ya que ambas eran camino del pueblo homónimo, si bien con diferencia de altitud entre una y otra).

Diego de Torres Villarroel
También estuvo unas cuantas veces en mi casa El Duende que Camina (El Espíritu que Anda), mi buen amigo de la Escuela de Arquitectura, quien solía trepar por las paredes del pasillo para que nadie pudiera atraparle cuando era perseguido por una multitud vacilante, todos con los ojos vendados y los brazos extendidos... pero, reconociendo que este astutísimo duende pudiera tener alguna similitud con los de los hechos antiguos que aquí vamos a recordar, debemos afirmar, casi sin ningún temor a equivocarnos, que él carece de relación alguna con los mismos (salvo, claro está, la evidente proximidad geográfica entre ambos acontecimientos, por otra parte, tan separados en el tiempo).

La historia a la que aquí vamos a referirnos aconteció, probablemente, en el año de 1723. Y digo "probablemente", porque no está del todo claro si sucedió en 1723 o en 1724. Su protagonista, Diego de Torres Villarroel, nos la cuenta, en primera persona, en su obra Vida, ascendencia, nacimiento, crianza, y aventuras de el Doctor Don Diego de Torres Villarroel, Cathedrático de Prima de Mathemáticas en la Universidad de Salamanca, escrita por él mismo y fechada en 1742. Pero como muy bien nos recuerda Pedro Álvarez de Miranda, ya se refiere Torres a este mismo suceso en su anterior Anatomía de todo lo visible e invisible, de 1738, ofreciéndonos un breve apunte del relato que nos detallará en su posterior Vida.

El propio Álvarez de Miranda nos revela una tercera versión de los hechos narrados por Diego de Torres que, tras una acertada investigación, realizada a partir de la muy precisa monografía histórica de Elías Tormo sobre la calle de Fuencarral, que incluye datos muy concretos, extraídos de la Planimetría general de Madrid de mediados del XVIII.
Esta nueva perspectiva se obtiene del relato que Salvador Mañer incluye en su Anti-Theatro Crítico. Sobre el tomo tercero del Theatro Crítico (1731) en el que incluye una explicación de lo acontecido, transmitida a él, personalmente, por el propio Torres y que aporta datos bastante precisos sobre el lugar exacto de los acontecimientos, que no figuraban en los textos de Villarroel (la Vida y la Anatomía), mucho más conocidos que el de Mañer.

Su actor principal, como ya hemos dicho, no fue otro que Diego de Torres Villarroel, escritor, poeta, dramaturgo, astrólogo, bailarín, soldado, médico, matemático, sacerdote... y catedrático de la Universidad de Salamanca. Sin la más mínima duda, uno de los personajes más notables, polifacéticos y controvertidos del siglo XVIII español, que ha sido y sigue siendo objeto de estudio, análisis, crítica y alabanza por parte de un buen número de historiadores, literatos y eruditos, tanto españoles como extranjeros.
No es fácil encontrar una personalidad como la de Torres, singular y peculiar donde las haya, capaz de generar animadversión en algunos de sus contemporáneos y enorme admiración por parte de los muchos seguidores que tuvo. Sus obras gozaron de una popularidad envidiable (y envidiada) y los rasgos irónicos de su carácter, filosóficamente cínico, sembraron inquietud, despertando luces y sombras entre propios y extraños. Todavía se debate si fue un gran pensador ilustrado o un aventurero pícaro, ingenioso y atrevido.

Pero, con tanto preámbulo, no hemos contado la fantástica historia de duendes y fantasmas que sucedió en la calle de Fuencarral hace ya casi tres siglos.
Creo que lo mejor es empezar con el resumen de los inexplicables y misteriosos hechos vividos en la residencia de la Condesa de los Arcos (casa 11 de la manzana 346), copiando el texto de Salvador Mañer:

El año de 1723, mi señora Doña Josepha de Figueroa, Condesa de los Arcos, viviendo frente a los Agonizantes, casas del conde de Moriana, se hallaba temerosa de los ruidos de un Duende que en aquel lugar assistía; solicitó algunas personas que le hiciesen compañía, y una noche, estando con la demás familia de su Excelencia Don Juan Casquero, Vicario oy de Alva de Tormes, Don Manuel Madagán, Don Manuel Ossorio, Don Eugenio Gerardo Lobo y Don Diego de Torres, quien me lo ha assegurado, vieron en la pieza en que se hallaban con mi señora la Condesa se iban descolgando poco a poco los quadros de dos varas y media de largo y dos de ancho en que estaba pintada la historia de los siete Infantes de Lara, hasta que tocaron el suelo, y, luego que tocaron en tierra, con imperceptible presteza se vieron puestos en el lugar en que antes estaban. El mismo Don Diego de Torres, a quien, por el respeto que el P. (Feijoo) le tiene, creo no le repulsará la verdad que afirma, dice que una noche en la misma casa, yendo con una hacha de quatro pabilos encendida, se la apagaron con un sombrero, sin reconocer el agente; mas sí al mismo tiempo fue tal el ruido que sonó a sus pies, que juzgó se havía caído algún edificio, y baxando aturdido a la fuente de la casa a echarse agua en el rostro, sintió que de un lado y otro le acompañaban las pisadas como de dos personas. Otra noche, estando acostado junto con un criado mayor de la casa, sintieron ambos les quitaron la ropa de sobrecama, y empezaron a menudear azotes con ruido terrible, mas sin sentir daño alguno ni ver el que los daba. El ruido de la cocina en el tirar los platos contra las paredes, dar unos con otros y, quando se discurrían hechos pedazos, entrar en la cocina y estar todos en su lugar y sin daño alguno, era muy frequente.


El suceso, por el componente sobrenatural que lo envolvía, tenía la capacidad de generar una especial controversia en pleno Siglo de las Luces.
Grandes nombres de las letras y el pensamiento español han sido muy críticos con Torres y su obra, pero parece un empeño estéril discutir su capacidad como escritor, su habilidad para moverse en la sociedad de su tiempo y su arrojo para enfrentarse a la cerrazón de quienes, inferiores a él en el terreno intelectual, trataron de combatirle con otras armas más rudimentarias, aunque, a veces, eficaces.
A mí me gusta Villarroel. Poco me importa que lo que él cuenta como cierto esté, en realidad, matizado por su desbordante imaginación y su sentido innato para saber lo que quieren los lectores. Esas virtudes son propias de quien domina su oficio y es un genio del marketing. Hubiese sido un gran publicitario si hubiese vivido dos o tres siglos más tarde. 

Pero volvamos a la calle de Fuencarrral. Algo que nadie fue capaz de explicar aterrorizó durante, al menos, un par de semanas a los habitantes de aquella casa del Conde de Moriana en la que vivía la Condesa de los Arcos.
Azorín, en un artículo publicado en ABC el 17 de marzo de 1946, nos explica con claridad la diferencia entre duendes, fantasmas y espectros, dejando claro que el duende es de la casa, invisible y ruidoso, mientras que el fantasma es de la calle, visible y silente. Los espectros, sin embargo, parecen ser de naturaleza menos precisa...
Si aceptamos estos parámetros de José Martínez Ruiz, está claro que los de Fuencarral, si existieron, eran duendes. O duende, en singular (aunque, teniendo en cuenta la literalidad de lo que dice Mañer al transcribir el relato de Torres, fueron dos los ruidosos espíritus que provocaron el pánico de la señora condesa, sus huéspedes y sus servidores).

Ahora, veamos cómo lo cuenta el propio escritor salmantino en el trozo tercero de su Vida, ya que lo hace su característico estilo narrativo, entre burlón y descriptivo.
En cualquier caso, he de decir que yo tengo una particular teoría sobre las causas de la aventura que se describe (fruto de mi experiencia como lector de Carl Barks), cuya exposición dejaré para más adelante.
He aquí la historia, en palabras de Diego de Torres Villarroel:

Ya estaba yo puesto de jácaro, vestido de baladrón y reventando de ganchoso, esperando con necias ansias el día en que había de partir con mi clérigo contrabandista a la solicitud de unas galeras o en la horca, en vez de unos talegos de tabaco que (según me dijo) habíamos de transportar desde Burgos a Madrid, sin licencia del rey, sus celadores ni ministros. Y una tarde muy cercana al día de nuestra delincuente resolución, encontré en la calle de Atocha a don Julián Casquero, capellán de la excelentísima señora condesa de los Arcos. Venía este en busca mía, sin color en el rostro, poseído del espanto y lleno de una horrorosa cobardía. Estaba el hombre tan trémulo, tan pajizo y tan arrebatado como si se le hubiera aparecido alguna cosa sobrenatural. Balbuciente y con las voces lánguidas y rotas, en ademán de enfermo que habla con el frío de la calentura, me dio a entender que me venía buscando para que aquella noche acompañase a la señora condesa, que yacía horriblemente atribulada con la novedad de un tremendo y extraño ruido que tres noches antes había resonado en todos los centros y extremidades de las piezas de la casa. Ponderome el tristísimo pavor que padecían todas las criadas y criados, y añadió que su ama tendría mucho consuelo y serenidad en verme y en que la acompañase en aquella insoportable confusión y tumultuosa angustia. Prometí ir a besar sus pies sumamente alegre, porque el padecer yo el miedo y la turbación era dudoso, y de cierto aseguraba una buena cena aquella noche.

Llegó la hora; fui a la casa; entráronme hasta el gabinete de su excelencia en donde la hallé afligida, pavorosa y rodeada de sus asistencias, todas tan pálidas, inmobles y mudas que parecían estatuas. Procuré apartar, con la rudeza y desenfado de mis expresiones, el asombro que se les había metido en el espíritu; ofrecí rondar los escondites más ocultos y, con mi ingenuidad y mis promesas, quedaron sus corazones más tratables. Yo cené con sabroso apetito a las diez de la noche, y a esta hora empezaron los lacayos a sacar las camas de las habitaciones de los criados, las que tendrían en un salón donde se acostaba todo el montón de familiares para sufrir sin tanto horror, con los alivios de la sociedad, el ignorado ruido que esperaban.

Capitulose a bulto, entre los tímidos y los inocentes, a este rumor por juego, locura y ejercicio de duende, sin más causa que haber dado la manía, la precipitación o el antojo de la vulgaridad este nombre a todos los estrépitos nocturnos. Apiñaron en el salón catorce camas, en las que se fueron mal metiendo personas de ambos sexos y de todos los estados. Cada una se fue desnudando y haciendo sus menesteres indispensables con el recato, decencia y silencio más posible. Yo me apoderé de una silla, puse a mi lado una hacha de cuatro mechas y un espadón cargado de orín y, sin acordarme de cosa de esta vida ni de la otra, empecé a dormir con admirable serenidad. A la una de la noche resonó con bastante sentimiento el enfadoso ruido, gritaron los que estaban empanados en el pastelón de la pieza; desperté con prontitud y oí unos golpes vagos, turbios y de dificultoso examen en diferentes sitios de la casa. Subí, favorecido de mi luz y de mi espadón, a los desvanes y azoteas, y no encontré fantasma, esperezo ni bulto de cosa racional. Volvieron a mecerse y repetirse los porrazos; yo torné a examinar el paraje donde presumí que podían tener su origen, y tampoco pude descubrir la causa, el nacimiento ni el actor. Continuaba, de cuarto en cuarto de hora, el descomunal estruendo y, en esta alternativa, duró hasta las tres y media de la mañana.

Once días estuvimos escuchando y padeciendo a las mismas horas los tristes y tonitruosos golpes. Y, cansada su excelencia de sufrir el ruido, la descomodidad y la vigilia, trató de esconderse en el primer rincón que encontrase vacío, aunque no fuese abonado a su persona, grandeza y familia dilatada. Mandó adelantar en vivas diligencias su deliberación, y sus criados se pusieron en una precipitada obediencia, ya de reverentes, ya de horrorizados con el suceso de la última noche, que fue el que diré.

Al prolijo llamamiento y burlona repetición de unos pequeños y alternados golpecillos, que sonaban sobre el techo del salón donde estaba la tropa de los aturdidos, subí yo, como lo hacía siempre, ya sin la espada, porque me desengañó la porfía de mis inquisiciones que no podía ser viviente racional el artífice de aquella espantosa inquietud. Y al llegar a una crujía, que era cuartel de toda la chusma de librea, me apagaron el hacha, sin dejar en alguno de los cuatro pábilos una morceña de luz, faltando también en el mismo instante otras dos que alumbraban en unas lamparillas, en los extremos de la dilatada habitación. Retumbaron, inmediatamente que quedé en la obscuridad, cuatro golpes tan tremendos, que me dejó sordo, asombrado y fuera de mí lo irregular y desentonado de su ruido. En las piezas de abajo, correspondientes a la crujía, se desprendieron en este punto seis cuadros de grande y pesada magnitud, cuya historia era la vida de los siete infantes de Lara, dejando en sus lugares las dos argollas de arriba y las dos escarpias de abajo, en que estaban pendientes y sostenidos. Inmóvil y sin uso de la lengua, me tiré al suelo y, ganando en cuatro pies las distancias, después de largos rodeos, pude atinar con la escalera. Levanté mi figura y, aunque poseído por el horror, me quedó la advertencia para bajar a un patio, y en su fuente me chapucé y recobré algún poco del sobresalto y el temor. Entré en la sala, vi a todos los contenidos en su hojaldre abrazados unos con otros y creyendo que les había llegado la hora de su muerte. Supliqué a la excelentísima que no me mandase volver a la solicitud necia de tan escondido portento, que ya no era buscar desengaños, sino desesperaciones. Así me lo concedió su excelencia, y al día siguiente nos mudamos a una casa de la calle del Pez, desde la de Foncarral, en donde sucedió esta rara, inaveriguable y verdadera historia.

Dejo de referir ya los preciosos chistes y los risibles sustos que pasaron entre los medrosos del salón, y ya las agudezas y las gracias que sobre los asuntos del espanto y la descomodidad se le ofrecieron a don Eugenio Gerardo Lobo, que era uno de los encamados en aquel hospital del aturdimiento y el espanto, y paso a decir que su excelencia y su caritativa y afable familia se agradaron tanto de mi prontitud, humildad y buen modo (fingido o verdadero), que me obligaron a quedar en casa, ofreciéndome su excelencia la comida, el vestido, la posada, la libertad y –lo más apreciable– las honras y los intereses de su protección. Acepté tan venturoso partido, y al punto partí a rogar a mi clérigo contrabandista que me soltase la palabra que le había dado de ser compañero en sus peligrosas aventuras, porque me prometía más seguridad esta conveniencia, más honor y más duraciones que las de sus fatales derrumbaderos. Consintió pesaroso a mi instancia. Él se fue a sus desdichados viajes, y en uno de ellos lo agarró una ronda, que le puso el cuerpo por muchos años en el castillo de San Antón. Yo me quedé en casa de esta señora, quieto, honrado, seguro y dando mil gracias a Dios que, por el ridículo instrumento de este duende o fantasma o nada, me entresacó de la melancólica miseria y de las desventuradas imaginaciones en que tenía atollado el cuerpo y el espíritu.

Estuve en esta casa dos años, hasta que su excelencia casó con el excelentísimo señor don Vicente Guzmán y fue a vivir a Colmenar de Oreja. Yo pasé a la del señor marqués de Almarza, con el mismo hospedaje, la misma estimación y comodidad. Y en estas dos casas me hospedé solamente después que me echó el duende del angustiado caserón de la calle de la Paloma. Vivía entretenido y retirado, leyendo las materias que se me proporcionaban al humor y al gusto, y escribía algunos papelillos, que se los tiraba al público para ir reconociendo la buena o mala cara con que los recibía.

Pasaron por mí estos y otros sucesos (que es preciso callar) por el año de mil setecientos y veinte y tres y veinte y cuatro; y, habiendo puesto en el pronóstico de este la nunca bien llorada muerte de Luis Primero, quedé acreditado de astrólogo de los que no me conocían y de los que no creyeron y blasfemaron de mis almanaques.

Torres Villarroel cuenta, una y otra vez, esta historia, en la que solo se aprecian leves imprecisiones o contradicciones, de una a otra versión; algo que a nadie acostumbrado a relatar sucesos puede llegar a extrañar. Nada hace sospechar que no se trate de un acontecimiento real y, desde luego, importante en su biografía. 
Y, como el hábil escritor que es, acostumbrado a moverse por la delgada línea que separa la razón de la fantasía, no resuelve la causa de lo acontecido. ¿Qué pasó, realmente, en la casa de doña Josefa Laso de la Vega y de Figueroa, V Condesa de los Arcos, durante aquellas terribles catorce noches de continuada pesadilla? El misterio (uno más) de la calle de Fuencarral ya permanecerá con nosotros para siempre. 
Como muy bien concluye, con su dosis de cinismo habitual, Torres, fue "duende o fantasma o nada". Pero a él le ayudó a disfrutar por unos años de una vida placentera, opuesta a la que le hubiese esperado como contrabandista aficionado de no haber sido requerido por la condesa cuando paseaba por la calle de Atocha.
Observemos que no desperdicia la ocasión para recordar su acertada predicción de la muerte del joven Luis I, aprovechando para lanzar un nada subliminal recado a sus detractores.

Durante muchos años (siglos) la dirección exacta de la casa en la que sucedieron tan terroríficos prodigios ha permanecido en el anonimato. Pero la investigación de Pedro Álvarez de Miranda nos acerca mucho a su ubicación real. La combinación del texto de Mañer con el estudio de Elías Tormo sobre la historia de la calle de Fuencarral, nos lleva a la conclusión, como menciona Álvarez de Miranda, de que la casa en cuestión estuvo situada, aproximadamente, en uno de los solares que ocupan la fincas de los actuales números 31 o 33. Yo, tras consultar el ejemplar de la Planimetría General de Madrid que se conserva en el Museo de Historia de Madrid (en el edificio del antiguo Hospicio de San Fernando, de la propia calle de Fuencarral), puedo afirmar que la casa del Conde de Moriana, numerada con el 11 en la manzana 346, se encontraba en el lugar del actual número 33. Casi enfrente del convento de los Agonizantes, tal como bien señala el texto de Salvador Mañer. 


Si, como creo, las conclusiones de todas estas investigaciones son correctas, tendríamos al duende de la calle de Fuencarral a muy pocos metros del número 39 (a unos cincuenta pasos, más o menos). Siempre y cuando, claro está, nuestro popular y escandaloso genius loci no haya decidido, en un momento dado, abandonar el lugar que le dio fama y trasladarse a otra casa. Tiempo ha tenido para ello.

¿Fuencarral 11/346?
Es curioso que en los actuales números 29, 31 y 39 (todos ellos muy próximos a las antiguas casas del Conde de Moriana y en su misma acera) se han cometido terribles crímenes en el siglo XX que, como ya hemos contado en nuestra Crónica negra, también sobrecogieron a los vecinos de la muy transitada y céntrica calle. Como diría el mismo Diego de Torres, estos otros asuntos del espanto tienen un componente menos inmaterial y mucho más prosaico... pero no deja de ser un dato a tener en cuenta.

Este histórico episodio tuvo una réplica menor (también misteriosa y con una anécdota genial, ya recogida en  Paquito, papa) en la segunda mitad del pasado siglo XX, precisamente en Fuencarral 39. Fue el famoso caso de la lechuza que no dejaba dormir a la señora Queraltó.
Por lo que respecta a lo acontecido en casa de la Condesa de los Arcos, es imposible llegar a ninguna conclusión que sea susceptible de ser comprobada, pero, como ya he mencionado antes, yo tengo una sospecha, de todo punto imposible de confirmar.
Hasta para poder elucubrar sobre ella necesitaríamos disponer de más datos sobre el Conde de Moriana y su familia, así como de sus relaciones con la Condesa de los Arcos. Lo único que parece seguro es que la condesa vivía en una casa que era propiedad del conde (o de sus descendientes). ¿Quién podía tener interés en que la señora condesa abandonase ese inmueble? ¿Quién, además, podría tener la capacidad y el conocimiento del edificio suficientes para poder poder moverse por su interior con eficacia y discreción? ¿Quién podría conocer habitaciones, pasadizos o compartimentos secretos de la casa, que no hubiesen sido revelados a sus inquilinos?

Aparte, claro está, de un duende o fantasma, que es la otra posibilidad.

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