El blog de una casa muy especial... en el corazón de la calle más famosa de Madrid

martes, 26 de agosto de 2014

Paquito, papa

Yo lo veía venir desde hace años, si bien es cierto que ya hace mucho tiempo que las relaciones de Paquito con el Vaticano se habían enfriado considerablemente.


Cuando Paquito vivía en la calle de Fuencarral, era un firme candidato a ocupar, en un futuro, la silla de San Pedro. En aquellas épocas, su grado de catolicismo apostólico y romano era tan notable que tenía preocupado al clero, en especial a los escolapios.

Cantaba misa mejor que ellos, celebraba bodas y, además, tocaba la bandurria.

Mi vecino (que era, a la vez, sacerdote y abogado) don José Gutiérrez Monterroso, cometió la imprudencia de hacerle guardián de sus llaves (otra premonición), lo que permitió una serie de incursiones tan peligrosas como emocionantes y nos proporcionó un maletín de médico del lejano oeste (hoy en paradero desconocido), así como la solución al misterio de la lechuza que no dejaba dormir a la señora Queraltó y que tantos quebraderos de cabeza causó a su hijo, en buena parte provocados por el propio Paquito, cuando el joven Queraltó se aventuró a salir al tejado de Fuencarral 39 y, en su peligroso retorno a través del cuarto de baño de la buhardilla, cayó en la trampa (literalmente) de seguir, al pie de la letra (ambos pies y una buena parte de las piernas, en su caso), las instrucciones del futuro papa.


—Ahora, ¡láncese! —había gritado, con autoridad más militar que eclesiástica en aquella ocasión, Paquito.
El potente "¡SCHLUFF!" que, a continuación, se oyó en todo el patio será recordado mientras quede vivo alguno de quienes teníamos abierto el balcón en aquella calurosa tarde de verano (ya no somos muchos, eso hay que reconocerlo).
Yo nunca llegué a ver el aspecto del incauto joven, y casi prefiero imaginarlo.
—Pero ¿qué ha hecho usted, hombre de Dios? —le recriminó con severidad papal el futuro pontífice —. ¡Mire cómo se ha puesto! ¡Se ha metido en el váter hasta las rodillas!



Paquito había tenido la precaución de pronunciar estas palabras en un tono lo suficientemente elevado como para que toda la vecindad pudiera oírlo.
El joven Queraltó respondió con un imperceptible murmullo que evidenciaba una mezcla, a partes iguales, de injustificada disculpa y máximo interés en no ser escuchado por los vecinos (a quienes, a esas alturas del trance, ya suponía, y con razón, atentos a cuanto estaba sucediendo entre el tejado y la buhardilla).




Como era previsible, durante varios meses, resultó infrecuente que Paquito se cruzase en la escalera con algún miembro de la familia Queraltó, pero cuando accidentalmente ocurría, una beatífica sonrisa iluminaba la cara del futuro obispo de Roma, mientras elevaba los ojos hacia la claraboya del hueco del ascensor, por la que parecía descender una blanquecina luz celestial, incluso en los días más oscuros.



A lo largo de las siguientes décadas, Paquito fue derivando hacia posturas más próximas a su patrón onomástico que a los sucesivos regidores del minúsculo, aunque poderoso, estado de la ribera del Tíber. Pero, pese a ello, cuando recibí la noticia de su nombramiento no me sorprendí demasiado.


Él siempre había sido, en palabras de Mala Estrella, "maestro de corazones", lo que no fue óbice para que varias de sus hazañas hayan pasado a los anales de la épica clásica internacional, asumiendo, en ciertos casos, roles de culturas diversas que sirvieron de puente para unir tradiciones navideñas relativamente incompatibles.
Paladín preconciliar del aggiornamento, tuvo épocas gloriosas y defendió con esmero causas con las que no siempre comulgaba. Y, también, varias con las que ex-comulgaba.
En su papel de Frank Williams, fue un malabarista del cuchillo, aunque su arma favorita nunca dejó de ser la botella vacía de gaseosa "La Revoltosa", de eficacia probada y efecto desmoralizador contrastado.


Supongo que quienes tanto se aprovecharon de sus buenos oficios (y que, por si alguno lo duda, nada tienen que ver con ningún miembro de los muy respetables Queraltó, a quienes sigo profesando afecto - Paquito, no - y teniendo en muy buena estima), en los ya lejanos días de las catacumbas madrileñas y, después, azuzados por las codiciosas esfinges azules, le atacaron sin piedad y con absoluta falta de justicia, hoy estarán preocupados por si la Guardia Suiza toma represalias en su nombre.

Sin embargo, eso es algo que no sucederá. Paquito, el papa de Fuencarral 39, tiene muchas otras preocupaciones temporales y espirituales más interesantes.

Esa misión se la ha delegado, para cuando llegue su hora, al de la estatua del Retiro.

domingo, 3 de agosto de 2014

La capilla de Nuestra Señora de la Soledad

Esta pequeña capilla, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, cuenta con una larga historia, muy ligada a la tradición de la vida madrileña.
La capilla en el plano de Mancelli-De Wit
Hoy estaría ya completamente olvidada (y, tal vez desaparecida) de no haber tenido la fortuna de estar situada en la que hoy es la calle comercial más animada y vital de Europa.


Desde tiempos inmemoriales se tiene noticia del viejo humilladero que acabaría dando nombre a una calle, la que hoy todos conocemos por su denominación actual: Augusto Figueroa.

Según parece, el primer plano de Madrid es el de Mancelli-De Wit, que data de 1622-1635, y tanto en él, como en el posterior y más conocido de Texeira (1656), ya aparece la calle de Santa María del Arco, que era su nombre original (luego, a partir de 1835 se llamó "del Arco de Santa María") y hace referencia al arco que enmarcaba una figura o retrato antiguo de la Virgen María, tal vez anterior al que hoy se conserva en el interior del oratorio, que sigue figurando en el registro del Ayuntamiento de Madrid como Capilla de Santa María del Arco y, afortunadamente, está catalogada como elemento singular por el Plan General de Urbanismo, gozando del más alto nivel de protección (1).


El gran portón de la capilla
Quienes hoy pasen frente al número 44 de la calle de Fuencarral, justo en la esquina con Augusto Figueroa y frente a la llamada "plaza del olivo" (un ensanchamiento de la calle que ocupa el espacio de lo que fuera en gran patio del caserón que, desde la construcción de la Gran Vía, llevaba el número 43 y que fue demolido para crear esta falsa plaza), se encontrarán con un pequeño oratorio de ladrillo visto, siempre cerrado, en cuyo interior podemos apreciar (si miramos con atención a través de los barrotes y cristales de la ventana abierta en el gran portón de madera que existe bajo el arco de medio punto) sobre el altar, un bonito cuadro de Nuestra Señora de la Soledad, junto a la que aparece San Francisco de Paula, de autor anónimo, que con gran probabilidad es una pintura del siglo XVII. Y, a nuestra izquierda, una preciosa talla policromada, de tamaño natural (unos 170 cm), que representa al Cristo del Consuelo, al que Galdós llamó "Cristo de las Llagas" en su primera novela, La Fontana de Oro. La talla puede ser anterior al cuadro, pero, en cualquier caso, parece que se trata de una obra de finales de XVI o del XVII.


Nuestra Señora de la Soledad
Ambas estaban muy deterioradas y fueron bien restauradas en 1983, al igual que el propio edificio del oratorio.

Eso sí, un inoportuno árbol, plantado por los afanosos servicios municipales frente a la puerta, hace aún más difícil a los viandantes reparar en la capilla...



Lo que cuentan las crónicas (y al parecer está bien documentado) es que ya en tiempos de Felipe II, cuando la calle de Fuencarral era, tan solo, un camino que partía, entre bosques y arroyos, de la puerta de la muralla de Madrid, situada en la actual Red de San Luis, existió en este mismo lugar un humilladero (una capillita sobre pilares y cubierta con techo) en el que los viajeros se detenían a rezar cuando entraban o salían de la villa. 



Los primeros propietarios conocidos de las casas que ocupaban la actual esquina fueron Sebastián de Cigales, Alonso Rubio y, más tarde, el Marqués de Navahermosa, quien, al parecer, fue el que mandó levantar la capilla, sustituyendo al viejo humilladero.


Cristo del Consuelo
La propiedad quedó ya en manos de distintos miembros de la nobleza, hasta que su última dueña, doña María Luisa Maldonado y Salabert, marquesa viuda de Torneros, la donó en su testamento a la parroquia de San Ildefonso, a la que pertenece desde 1947, si bien es cierto que la entrega oficial no se hizo hasta 1952.


Casi desde entonces, un ciego llamado Celestino vendió cupones junto a su puerta durante muchos años. Un día, cuando su mujer, Magdalena, estaba a punto de dar a luz, les echaron de la pensión en la que vivían y los padres de Paquito les ofrecieron su casa, en la que vivieron durante varios meses con su bebé recién nacido, hasta que la ONCE les proporcionó una vivienda. Así, Celestino, el ciego de la capilla de Nuestra Señora de la Soledad, también fue vecino de Fuencarral 39. Padres e hijo no olvidaron nunca la generosa acogida que Fernanda y Miguel le dispensaron, sin dudarlo un momento, en su casa...
Cada vez que paso por esa esquina creo que me voy a encontrar con él. Sin embargo, suelo ver a un chico americano cantando bonitas canciones con una guitarra. También me gusta.



Pero la historia más trágica relacionada con el oratorio es, sin lugar a dudas, la del asesinato del teniente Castillo.

Teniente Castillo
José del Castillo Sáenz de Tejada fue un oficial de infantería que participó en la guerra de África y que, en 1936, comenzó a prestar sus servicios en la Guardia de Asalto.
Castillo, muy concienciado políticamente y de ideas socialistas declaradas, vivía en el número 11 de la calle de Augusto Figueroa, en el mismo portal en el que, años después, tendría su casa mi amigo y compañero Fernando Mesa, muy buen pintor y excelente profesional de la publicidad, que destacó en los años 60 y 70 por su excepcional trabajo como cartelista.
El 12 de julio de 1936, hacia las diez de la noche, el teniente Castillo se dirigía a su cuartel, en la plaza de Pontejos, cuando, al doblar la esquina de Fuencarral, delante de la capilla y bajo los balcones del que sería mi primer colegio, fue asesinado a tiros por varios individuos...
Este crimen fue contestado con el de José Calvo Sotelo, perpetrado al día siguiente por compañeros y amigos de Castillo. 
Casi todos los historiadores coinciden en afirmar que estos asesinatos fueron el detonante final del comienzo de la guerra...



Capilla de Nuestra Señora de la Soledad
Y ahí sigue hoy el viejo oratorio-capilla-humilladero, en medio del trajín diario de la que hoy es la calle comercial más moderna de Madrid, apoyado sobre el muro de la casa en la estuvo mi papelería-juguetería favorita, El Pensamiento, y viendo como pasan ante sus vetustos ladrillos rojos millares de personas de todas las nacionalidades, razas y creencias, ignorantes, en su inmensa mayoría, de que están paseando frente a un pequeño gran monumento, discreto y casi invisible para la desenfrenada vida contemporánea, pero profundamente ligado a la historia de la capital de España... y a la de Fuencarral 39.