Yo lo veía venir desde hace años, si bien es cierto que ya hace mucho tiempo que las relaciones de Paquito con el Vaticano se habían enfriado considerablemente.
Cuando Paquito vivía en la calle de Fuencarral, era un firme candidato a ocupar, en un futuro, la silla de San Pedro. En aquellas épocas, su grado de catolicismo apostólico y romano era tan notable que tenía preocupado al clero, en especial a los escolapios.
Cantaba misa mejor que ellos, celebraba bodas y, además, tocaba la bandurria.
Mi vecino (que era, a la vez, sacerdote y abogado) don José Gutiérrez Monterroso, cometió la imprudencia de hacerle guardián de sus llaves (otra premonición), lo que permitió una serie de incursiones tan peligrosas como emocionantes y nos proporcionó un maletín de médico del lejano oeste (hoy en paradero desconocido), así como la solución al misterio de la lechuza que no dejaba dormir a la señora Queraltó y que tantos quebraderos de cabeza causó a su hijo, en buena parte provocados por el propio Paquito, cuando el joven Queraltó se aventuró a salir al tejado de Fuencarral 39 y, en su peligroso retorno a través del cuarto de baño de la buhardilla, cayó en la trampa (literalmente) de seguir, al pie de la letra (ambos pies y una buena parte de las piernas, en su caso), las instrucciones del futuro papa.
—Ahora, ¡láncese! —había gritado, con autoridad más militar que eclesiástica en aquella ocasión, Paquito.
El potente "¡SCHLUFF!" que, a continuación, se oyó en todo el patio será recordado mientras quede vivo alguno de quienes teníamos abierto el balcón en aquella calurosa tarde de verano (ya no somos muchos, eso hay que reconocerlo).
Yo nunca llegué a ver el aspecto del incauto joven, y casi prefiero imaginarlo.
—Pero ¿qué ha hecho usted, hombre de Dios? —le recriminó con severidad papal el futuro pontífice —. ¡Mire cómo se ha puesto! ¡Se ha metido en el váter hasta las rodillas!
Paquito había tenido la precaución de pronunciar estas palabras en un tono lo suficientemente elevado como para que toda la vecindad pudiera oírlo.
El joven Queraltó respondió con un imperceptible murmullo que evidenciaba una mezcla, a partes iguales, de injustificada disculpa y máximo interés en no ser escuchado por los vecinos (a quienes, a esas alturas del trance, ya suponía, y con razón, atentos a cuanto estaba sucediendo entre el tejado y la buhardilla).
Como era previsible, durante varios meses, resultó infrecuente que Paquito se cruzase en la escalera con algún miembro de la familia Queraltó, pero cuando accidentalmente ocurría, una beatífica sonrisa iluminaba la cara del futuro obispo de Roma, mientras elevaba los ojos hacia la claraboya del hueco del ascensor, por la que parecía descender una blanquecina luz celestial, incluso en los días más oscuros.
A lo largo de las siguientes décadas, Paquito fue derivando hacia posturas más próximas a su patrón onomástico que a los sucesivos regidores del minúsculo, aunque poderoso, estado de la ribera del Tíber. Pero, pese a ello, cuando recibí la noticia de su nombramiento no me sorprendí demasiado.
Él siempre había sido, en palabras de Mala Estrella, "maestro de corazones", lo que no fue óbice para que varias de sus hazañas hayan pasado a los anales de la épica clásica internacional, asumiendo, en ciertos casos, roles de culturas diversas que sirvieron de puente para unir tradiciones navideñas relativamente incompatibles.
Paladín preconciliar del aggiornamento, tuvo épocas gloriosas y defendió con esmero causas con las que no siempre comulgaba. Y, también, varias con las que ex-comulgaba.
En su papel de Frank Williams, fue un malabarista del cuchillo, aunque su arma favorita nunca dejó de ser la botella vacía de gaseosa "La Revoltosa", de eficacia probada y efecto desmoralizador contrastado.
Supongo que quienes tanto se aprovecharon de sus buenos oficios (y que, por si alguno lo duda, nada tienen que ver con ningún miembro de los muy respetables Queraltó, a quienes sigo profesando afecto - Paquito, no - y teniendo en muy buena estima), en los ya lejanos días de las catacumbas madrileñas y, después, azuzados por las codiciosas esfinges azules, le atacaron sin piedad y con absoluta falta de justicia, hoy estarán preocupados por si la Guardia Suiza toma represalias en su nombre.
Sin embargo, eso es algo que no sucederá. Paquito, el papa de Fuencarral 39, tiene muchas otras preocupaciones temporales y espirituales más interesantes.
Esa misión se la ha delegado, para cuando llegue su hora, al de la estatua del Retiro.