La bruja de la calle de Fuencarral (Alfonso Sastre, 1964)
Desde que me establecí en este pisito de la calle de Fuencarral he tenido algunos
casos extraordinarios que me compensan sobradamente de la pérdida del sol y del
aire; elementos, ay, de que gozaba en los tiempos, aún no lejanos, en que
desempeñaba mi sagrado oficio en Alcobendas. Y cuando digo que tales casos me
han compensado no me refiero sólo, desde luego, al aspecto pecuniario del asunto
(tan importante sin embargo), sino también a la rareza y dificultad de algunos de
esos casos; rareza y dificultad que han puesto a prueba —y con mucho orgullo
puedo decir que siempre he salido triunfante— la extensión y la profundidad de mis
conocimientos ocultos y de mis dotes mágicas.
Pero ninguno de ellos tan curioso como el que se me ha presentado hoy a media
tarde. Voy a escribirlo en este diario mío, y lo que siento es no disponer para ello
de una tinta dorada que hiciera resaltar debidamente la belleza de lo ocurrido, que
más parece propio de una buena novela que de la triste y oscura realidad.
Era un muchacho pálido. Cuando se ha sentado frente a mí en el gabinete que yo
llamo de tortura, sus manos temblaban violentamente dentro de sus bolsillos. Ha
mirado la cuerda de horca —la cual pende del techo— con un gesto de mudo terror
y he comprendido que lo que yo llamo la “preparación psicológica” estaba ya hecho
y que podíamos empezar. Después, él ha mirado la bola de cristal; que no es, ni
mucho menos, un objeto mágico —no pertenezco a la ignorante y descalificada
secta de los cristalománticos—, sino una concesión decorativa al mal gusto, a la
tradición y al torpe aburguesamiento que sufre nuestra profesión, otrora alta y
difícil como un sacerdocio, viciada hoy por el intrusismo oportunista de tantos falsos
magos, de tantos burdos mixtificadores. ¡Ellos han convertido lo que antaño era un
templo iluminado y científico en un vulgar comercio próspero e infame!
He dejado (en el relato, no en la realidad) al joven mirando la bola de cristal.
Prosigo.
El joven miraba fijamente la bola de cristal y yo le he llamado la atención sobre mi
presencia, santiguándome y diciendo en voz muy alta y solemne, como es mi
costumbre: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. “Cuéntame tu
caso, hijo mío”, he añadido en cuanto he visto sus ojos fijos en los míos cerrados
como es mi costumbre, pues es sabido que yo veo perfectamente a través de mis
párpados; lo cual, sin tener importancia en realidad, impresiona mucho a mi
clientela cuando describo los mínimos movimientos de mis visitantes,
El relato del joven ha sido, poco más o menos, el siguiente: “Estoy amenazado de
muerte por la joven María del Carmen Valiente Templado, de dieciocho años,
natural de Vicálvaro (Madrid), dependienta de cafetería, la cual dice haber dado a
luz un hijo concebido por obra y gracia de contactos carnales con un servidor; el
cual que soy de la opinión de que la Maricarmen es una zorra que anda hoy con uno
y mañana con otro y que lo que ahora quiere ni más ni menos es cargarme a mí el
muerto —o séase, el chaval.
“Mi nombre es Higinio Rosales Cruz, de veintinueve años, natural de Getafe, de
profesión oficial de churrería, con domicilio en esta capital, en el Gran San Blas,
donde tiene usted, señora bruja, su propia casa si de ella hubiere menester.
“Mi caso es que pretendo desgraciar a la Maricarmen de modo que me deje en paz
la condenada, para lo cual después de leer algunas obras norteamericanas —que en
esto, como en otras técnicas, los yankis van a la cabeza— me he fabricado esta
estatuilla de cera que representa a la andova en pelota viva tal como yo la he
tenido en la cama sin que a ella, que es una sinvergüenza, le diera ni una pizca de
garlochí; y vengo con la pretensión de que usted le endiñe, que usted sabrá el
cómo y de qué manera, algún alfilerazo mortal, de modo que la tía golfa abandone
esta jodida persecución y me deje en la misma paz que para usted deseo; y
hablando así no hago, con perdón de la mesa, más que seguir fielmente la doctrina
pontificia de que nos dejemos en paz los unos a los otros.”
A lo cual yo he respondido levantándome y yéndome derecha al acerico; entre las
cabezas multicolores he elegido una roja y la he clavado con el debido ritual, en el
sexo de la estatuilla, no por hacerle daño, sino tan sólo para impedir a la perdida
que continuara su desordenada vida sexual; y acto seguido he penetrado en mi
sancta sanctorum y he cogido con las pinzas de plata una de mis arañas locas, la
cual la he introducido en una bolsita de cuero, cuya boca he atado con un cordel.
Otra vez en la cámara o gabinete (siempre con los ojos cerrados, como es mi
antiquísima costumbre), he puesto al cuello del joven el amuleto diciéndole: “Has
de llevar esta bolsita, que contiene una sagrada piedra, sobre tu pecho, durante
tres días y tres noches; ni una más ni una menos; pues ésta es la garantía de que
esa tal desista de su persecución”. Y (una vez abonado en caja el importe de la
consulta) he acompañado al joven a la puerta y le he deseado, al despedirle, todo
género de bienandanzas.
A esta hora en que escribo el joven quizás esté durmiendo. Es seguro que no se ha
dado cuenta de que no es una piedra, sino un peludo insecto lo que lleva en la
bolsita sobre su pecho. (Estas arañas locas mueven sus patas suavemente hasta el
momento del ataque.) Ahora, por la noche, la araña conseguirá (por virtud de su
ataque lunático) salir de su encierro; se paseará a su antojo, silbando como
acostumbran, por el desnudo cuerpo del muchacho, y morderá por fin en algún
lugar propicio —probablemente el pubis— con su repugnante mandíbula que es, por
otra parte, una mortal fuente de veneno. El joven morirá seguramente al amanecer
entre atroces dolores lo más seguro abdominales.
Yo me he quedado aquí, desvelada. He cogido en mis manos la muñequita de cera.
Su rostro se parece, inexplicablemente, al de mi hija pequeña, la cual murió hace
un año por su propia voluntad, pues se cortó las venas en el cuarto de baño de una
modesta pensión de Tetuán de las Victorias. Era camarera en un bar de la Ciudad
Jardín.
En la autopsia se descubrió que estaba embarazada. Ahora beso la frente de la
muñequita y lloro.
Una fantástica y bien contada historia que, en cierto modo, complementa tanto las narraciones fantasmales de Diego de Torres Villarroel, como los tristes y muy verdaderos sucesos acontecidos en esta calle y que quedaron, para siempre, grabados en las más famosas crónicas de sucesos de la Villa y Corte.
'La bruja de la calle de Fuencarral' es ya, sin duda alguna, un gran clásico entre los relatos de misterio, incorporado, gracias a la pluma de Alfonso Sastre, a ese mundo, a mitad de camino entre lo real y lo imposible, que rodea con su aureola atemporal a cuanto tiene que ver con la calle más famosa de Madrid.